Acto médico

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Introducción[editar | editar código]

Desde una teoría adecuada de la acción moral es posible introducir en uno de los puntos fundamentales de toda la bioética: el acto médico. La razón fundamental para hablar de él en la bioética es que se trata de una acción esencialmente moral, y no una acción meramente técnica. Esta primera distinción es esencial para la misma comprensión del acto médico. Si se tomara como un procedimiento para producir un resultado, el marco de comparación sería semejante al de una técnica que se centra en los medios pero que es neutra ante los fines. Con ello, la moralidad le vendría simplemente de un cierto consenso moral de carácter social que consintiera en determinadas prácticas señalando, al mismo tiempo, ciertos límites para que los procedimientos fueran socialmente plausibles por el momento. Cualquiera de estos límites estaría abierto entonces a una revisión posterior según el avance de la técnica y la tolerancia social.

Esta forma de comprender la medicina es radicalmente contraria a la tradición hipocrática que ha marcado su conocimiento y su práctica en la civilización occidental y que ha considerado que el discernimiento moral de determinadas acciones es el fundamento mismo del ejercicio de la medicina. La aceptación de una medicina que solo indirectamente tuviera que ver con una acción moral es, por consiguiente, una inmoralidad de graves consecuencias para toda la vida social y, sin duda, uno de los acontecimientos más perturbadores de la práctica médica actual.

Una idea de la medicina[editar | editar código]

El papel del paciente en la toma de decisiones médicas, ha estado marcado por el conflicto entre la autonomía y la salud, entre los valores del paciente y los valores del médico.

Hablar de acto médico conlleva entonces una forma específica de comprender la medicina. Esta no es una mera capacitación teórica o técnica, sino que incluye una práctica médica con unas características determinadas. El médico no solo cuenta con una serie de conocimientos sobre el ser humano; además, debe saber actuar a favor de algunos seres humanos que acuden a él para ser atendidos. No basta para ser buen médico conocer la enfermedad y la terapia, es necesario querer curar adecuadamente del mejor modo posible para el enfermo. La medicina no es una sabiduría que se reduce a un conocimiento, ni una técnica que aplica un medio; es un arte que incluye un modo de tratar a una persona en un momento muy delicado de la vida.

La diferencia entre un modo u otro de entender la medicina marca dos formas distintas de acceder a la bioética, una que mira a la determinación ad casum de algunos límites, en general por medio de un protocolo asegurado por un comité ético; de otra que ante todo busca formar la conciencia ética del médico para que sepa reconocer el valor moral de sus acciones. En el fondo, la desaparición de los estudios deontológicos en las Facultades de Medicina ha supuesto una opción implícita por el primer modelo. La consecuencia ha sido la emergencia inusitada de los problemas bioéticos, que pudiera postular, la necesidad de adentrarse mucho más profundamente en el segundo modelo.

La ambigüedad ética que padece la sociedad denominada “posmoderna” conduce, como se ve en el caso de la bioética, a una creciente preocupación en los problemas éticos que se multiplican. La razón está clara, las personas muchas veces se ven amenazadas de sufrir una auténtica manipulación por parte de intereses ajenos a ellos. Esto se padece especialmente en la práctica médica que tiende peligrosamente a una despersonalización muy ajena a su propia misión.

Tal como se explica al tratar del acto moral como configurador de un modo específico de comprensión de la moral, el estudio del acto médico debe ser el que ilumine una forma determinada de bioética que discierna ya de principio algunas adherencias impropias que han surgido en estos últimos años.

La finalidad de la medicina: la sanación[editar | editar código]

En primer lugar, hablar de acto médico es hablar del fin de la medicina que no es meramente teórico sino práctico. El fin de la misma no es conocer la enfermedad, sino hacer que los hombres vivan con la mayor salud posible.

El nacimiento de la medicina tiene que ver con una de las experiencias más dolorosas en el hombre: la enfermedad. El dolor y el sufrimiento que causa afectan al ser humano de una forma tan relevante que el hombre se ve impulsado a pedir ayuda a aquél que mejor pueda sanarle, o al menos disminuir, dicho sufrimiento. Se ha de reconocer, en primer lugar, el valor estrictamente moral del sufrimiento; es una cuestión que afecta al modo de afrontar la vida, que no es meramente biológica, tiene que ver con la forma como el hombre se relaciona consigo mismo y con los demás y valorar su propia existencia.

Solo desde el momento en que se impuso una moral legalista, se marginó de los estudios morales la cuestión del sufrimiento por considerarla irrelevante en el momento de cumplir la ley. En cambio, desde una moral que comprende cómo el acto moral surge desde una llamada a la felicidad, el sufrimiento que parece negar de modo radical la posibilidad de alcanzarla es una cuestión moral por excelencia y el modo como se enfoque su tratamiento debe ser guiado por la ética y no solo por la técnica, pues toca la cuestión del sentido de la vida y no de mera reparación de una disfunción.

La medicina no estudia cualquier sufrimiento humano, sino aquellos que tocan al cuerpo y se pueden calificar como enfermedades. La dificultad actual de comprensión del cuerpo hace complejo enmarcar moralmente cualquier modo de afectar la corporalidad.

Un dualismo muy extendido en el pensamiento occidental ve en el cuerpo simplemente un mecanismo impersonal cuyos fines y uso dependen exclusivamente de los deseos de la persona que lo usa y los fines que persigue. Esta visión mecanicista no responde a los conocimientos de la corporalidad, en los cuales tanto desde el punto de vista genético, como de estímulo-respuesta, se observa una profunda unidad en todo el cuerpo ajena absolutamente a la consideración mecánica de unas piezas puestas una al lado de otra con una mera influencia exterior. El cuerpo humano es una unidad orgánica, no tiene piezas sino órganos, que cuentan con una función que sirve al todo y es activada desde el todo. La diferenciación en tejidos y funciones explica la aparición de estos órganos pero sin perder una relación con la totalidad.

Una visión personalista del hombre va más allá, la experiencia humana, en especial en lo que supone de nacimiento de la intimidad de la conciencia, tiene que ver con la mediación corporal de modo directo. Esto muestra que la conciencia no es “puramente” espiritual, sino nacida por una relación personal mediada corporalmente. Por esto mismo, se ha de decir que el hombrees” su cuerpo, y no solo “tiene” un cuerpo. Es más, no se tiene acceso al conocimiento de una persona humana, sino por medio de su corporalidad, por lo que el cuerpo es la verdadera epifanía de la persona, el medio y el “lenguaje” donde ésta se manifiesta. La especial disposición del cuerpo humano que cuenta con una extraña inespecificidad de algunos de sus órganos, por ejemplo la mano, permite entenderlo como un cuerpo personal, finalizado por sí mismo a que la persona se abra a un mundo con el que interactúa y le enriquece. El hombre tiene un cuerpo inteligente. Al mismo tiempo, este fenómeno permite revisar el mismo concepto de persona que es posible manejar. Hay que considerar absolutamente superada la identificación de la persona con su autoconciencia; el cuerpo humano indudablemente personal y sus distintas funciones tienen una relevancia personal diversa según el grado de implicación que requieran. Así la función cerebral y la sexual, que en el hombre es fundamentalmente cerebral, requieren una implicación personal distinta de la respiratoria o circulatoria, por ejemplo.

Según esta visión, la enfermedad no es una alteración de una función biológica que debe ser reparada como cualquier disfunción importante, sino que es un modo de vivir propio de una persona concreta, un modo especial de experimentar la corporalidad que requiere la ayuda de otra persona. Este es el ámbito real de donde surge el acto médico: una persona enferma se presenta con su enfermedad a otra persona pidiendo ayuda.

La ayuda que pide busca que vuelva el estado de salud. Este es un concepto más complejo que el de enfermedad. Es mucho más fácil conocer enfermedades que garantizar una salud. No valdría aquí una mera definición sintomática de desaparición de las molestias de la enfermedad si esta sigue existiendo y dañando al hombre. No serviría para comprender un modo de acercamiento meramente subjetivo de “sentirse bien”, se debería aceptar una cierta opacidad del cuerpo humano ante la conciencia subjetiva y que en el ámbito no consciente cabe también hablar de salud.

El modo de acercamiento médico al cuerpo tiene entonces su propia intencionalidad en el eje enfermedad/salud, y goza en sí misma un valor realmente moral por afectar a la persona.

Con esta perspectiva es posible distinguir el acto médico de otros dos tipos de acercamiento al cuerpo humano que no lo son. Se trata de:

  • Acercamiento experimental.
  • El de mera satisfacción de un deseo.

Estos dos modos se distinguen entre sí porque en uno la iniciativa la tiene el que interviene en el cuerpo y en el otro el que desea ser intervenido. En todo caso, ambos tipos de intervención no cuentan con la calificación de actos médicos.

En cuanto al experimento la diferencia está en la intención del acto: aquí, a pesar de la existencia de una enfermedad, el objetivo no es su curación sino alcanzar un conocimiento. El enfermo es ahora simplemente un material para obtener ese conocimiento. Es cierto que el experimento tiene como fin el desarrollo de la medicina, pero lo hace precisamente mediante actos no médicos. Por eso, los límites de la experimentación deben de estar claros pues nunca se puede experimentar contra la voluntad de la persona que sufre el experimento y solo en el caso de que no reporte un perjuicio previsible. El caso más reprobable en este campo fue el de los experimentos que realizaron médicos en los campos de concentración nazis en la Segunda Guerra Mundial[1]. Se debería recordar esta premisa ante un cierto modo de proponer la investigación “por cualquier medio” como algo inevitable a favor del bien de la humanidad que no podría admitir ningún límite porque se consideraría un obstáculo al progreso social.

En cuanto al deseo, debe ser posible comprender que el hombre no tiene el cuerpo que desea, por lo que puede pretender variarlo según sus deseos y pedir por ello una intervención sobre el mismo. Esta acción tampoco se puede considerar un acto médico. Existen deseos que afectan al cuerpo y que no tienen como objeto ninguna enfermedad. Existen casos muy claros al respecto como es el de la estética o el de la fisiología sexual; pero también se encuentran en este campo algunas otras intervenciones. Por ejemplo, un embarazo no es una enfermedad, no se puede considerar un acto médico un aborto, por mucho que esa concepción no haya sido deseada. Por ello, no se le puede exigir a ningún médico el realizarlo. Sí es una enfermedad la esterilidad, pero lo que se ha de pedir al médico es que cure tal enfermedad y no que produzca un niño lo cual tampoco es un acto médico, sino de una eficiencia productiva. En este campo se abren muchas más posibilidades desde la aparición de la ingeniería genética. Este último caso está muy relacionado con el problema anterior de la experimentación, por lo que se produce aquí un cierto círculo vicioso.

Una supuesta “medicina del deseo”, centrada en la satisfacción de los deseos subjetivos de las personas, no responde entonces a la realidad del acto médico. Y tiene evidentes objeciones morales en aquellos ámbitos en los que la corporalidad humana está en relación más directa con la expresión personal como es en el de la sexualidad y el de la transmisión de la vida humana. Es bueno pararse a pensar un poco más en la razón moral que lo acompaña. Un acto dirigido a satisfacer un deseo, fuera de la objetividad de una enfermedad, cae casi inevitablemente en una racionalidad meramente efectiva de producir un resultado cuya bondad no se medirá por la objetividad de una curación, sino por corresponder adecuadamente al deseo expresado. Así, en el caso de las técnicas de fecundación artificial, el resultado no es solo “producir” un niño, sino un “niño sano”, porque es el que corresponde al deseo de los padres que lo han pedido. En consecuencia, se descartaría a priori con los medios suficientes, la posibilidad del nacimiento de un niño enfermo que se considerará un efecto indeseado.

El empuje a favor de este tipo de intervenciones “a la carta” es creciente, por vivir en una sociedad de consumo, bajo el imperio de la existencia de la demanda que mueve unos márgenes económicos de gran importancia y genera unos intereses que afectan muy gravemente a algunas tomas de posición pretendidamente éticas en la práctica médica. Pero, además, tiene un influjo muy pernicioso en las legislaciones ya que, debido a un positivismo jurídico imperante, cualquier dehhk m, seo expresado con insistencia por un grupo de presión se convierte casi automáticamente en un derecho, aunque sea contra toda justicia objetiva. Se llega a promover deseos aún sabiendo que son inalcanzables a medio plazo, para abrir el camino legal de algunas investigaciones éticamente reprobables.

Esta aclaración, fundada en la naturaleza misma del acto médico, es en la actualidad de gran importancia por las presiones que se producen desde la investigación y una cierta solicitud de personas para determinadas intervenciones sin más motivo que los propios deseos.

La relación médico-enfermo[editar | editar código]

El acto médico entonces se ha de establecer como una acción que se estructura a partir de tres elementos básicos:

  1. El enfermo.
  2. La enfermedad (o la salud).
  3. El médico.

Es decir, se trata de un acto estrictamente interpersonal en el que la relación entre las dos personas implicadas le garantiza su valor estrictamente moral. Se suele decir en el ámbito médico que “no existen enfermedades, sino enfermos”; es un modo de señalar la primacía de esta relación sobre otro tipo de consideraciones, en especial para evitar el defecto médico que supone el reducir la persona a un simple caso al que aplicar un protocolo.

Por eso, la enfermedad que es la mediación objetiva de esa relación, se ha de comprender dentro de ella; es decir, cada enfermo “vive” su enfermedad como un problema y el médico debe saber tomar en consideración al enfermo asumiendo el problema que le confía. Por eso mismo, se le suele llamar “enfermo” en vez de “paciente” para señalar su carácter activo en esta acción médica; no es un mero receptor de un tipo de acción, sino un protagonista en la misma. Toda “despersonalización” de la enfermedad tiene consecuencias negativas en la acción médica particular y en el sistema sanitario en general que se vuelve más opaco a este tipo de relaciones, en especial cuando existe un problema real de saturación de los servicios. Esto es más importante en la medida en que, por la complejidad de las intervenciones, ya no se puede hablar solo del médico, sino del “equipo médico” que interviene en ellas. La necesidad de un trabajo coordinado y con un criterio único a veces hace que se intente formalizar excesivamente el trato con el enfermo diluyendo la relación personal que se establece.

Igualmente, por parte del enfermo, se ha de considerar también su entorno. En este concepto se incluyen:

  • Sus condiciones de vida.
  • El apoyo que puede recibir por parte de otras personas, en especial la familia.
  • Sus hábitos.
  • Sus costumbres.
  • Su relación con colectivos de riesgo respecto a determinadas enfermedades.
  • Etc.
El consentimiento informado es un documento informativo en donde se expresan a las personas los procedimientos a realizar en la investigación o tratamiento.

Son datos esenciales para el seguimiento de algunos procesos terapéuticos y para la comprensión del origen y extensión de  determinadas enfermedades. En la práctica médica este tema se ha concentrado sobre todo en la cuestión de la información que el médico debe dar al enfermo, porque es él el gran protagonista de la enfermedad y hay que considerar y valorar adecuadamente su reacción ante la información ofrecida. Pero esta cuestión de tanta importancia se ha de enmarcar adecuadamente en la moralidad de la relación en la que se inscribe. Es decir, la información debida a la relación médico-enfermo, tiene su razón de ser en el enfermo y no en la protección del médico ante posibles reclamaciones, esto es, no se puede circunscribir a un mero papel de “consentimiento informado” que deje las manos libres al médico para obrar sin considerar la colaboración del enfermo. Producir una alarma excesiva en el enfermo para que el médico se considere protegido en el caso de que se produjese lo peor, no es una práctica médica adecuada.

Esta relación personal no sale del ámbito realmente profesional, es decir, el médico se ha de preocupar del enfermo en la medida en que esté enfermo; otro tipo de relaciones, de amistad, de intereses mutuos, tampoco constituyen un acto médico. De aquí que los problemas psicológicos, afectivos y de índole no directamente somática no entren en la práctica médica aunque sea en muchos casos imprescindible atenderlos o requieran ser afrontados en coordinación con una acción médica determinada.

Por parte del médico, el equipo y el personal sanitario, en esta relación se establece una auténtica responsabilidad moral respecto al enfermo. Este ha confiado en el médico el problema de su enfermedad y le pide en correspondencia una ayuda verdadera. La responsabilidad como dimensión moral básica ante todo es hacia una persona, a ella, a su petición, se debería responder y realizar por medio de una acción. Solo en segundo lugar se es responsable ante la sociedad por medio de una ley. El médico es responsable del enfermo en su enfermedad y ha de obrar responsablemente y, por ello, se le hace responsable de las consecuencias de sus actos. Esto significa que el médico ha de saber asumir su responsabilidad para no diluirla en otras consideraciones. Este hecho es de especial importancia por la extensión que tiene en bioética la teoría teleologista de juicio moral que tiende a ocultar la responsabilidad  personal en criterios universalizables, es decir, tiende a depositar la responsabilidad en una serie de códigos de conducta aplicables a los distintos casos con el respaldo de un cierto consentimiento en la práctica. De aquí la nueva extensión de un casuismo excesivo en la práctica médica que a veces oculta la auténtica responsabilidad del médico.

Los protocolos permiten establecer unos ciertos márgenes para valorar los límites de tal responsabilidad. Esto especifica lo que se puede exigir al médico en cuanto al conocimiento y la diligencia, tanto en el diagnóstico como en el tratamiento; en el modo de valorar determinadas opciones de actuación en cuanto su eficacia o su modo de afectar al enfermo, en la forma como se ha llevado el cuidado hospitalario y en la información ofrecida al enfermo para pedir su consentimiento en determinados tratamientos. Está claro que más allá de ciertos niveles no sería razonable pedir responsabilidades al médico; pero esta determinación de límites no expresa ni mucho menos toda la responsabilidad que el médico ha de asumir.

Es posible observar, un modo de primar de tal modo la perspectiva del “hacer responsable” que cabe la posibilidad de olvidar la primera responsabilidad que es ante el enfermo e invita a que el médico no asuma completamente su responsabilidad. Una excesiva juridización de la práctica médica, en especial en el ámbito anglosajón, ha sido la causante de esta mala comprensión del acto médico.

  • Esta primera responsabilidad es compartida por el enfermo que en el hecho de depositar su confianza en el médico conlleva una disposición inicial al cuidado de sí mismo en unos momentos difíciles que pueden exigir grandes sacrificios y pueden durar un tiempo largo que dé lugar a caídas de ánimo.
  • Se ha descrito esta segunda responsabilidad, la propia del enfermo, en términos de obediencia. Quizá no sea la palabra más adecuada en la medida en que la autoridad del médico está en su conocimiento y experiencia, pero no en determinadas cuestiones que dependen de la apreciación última del enfermo, como puede ser la de una operación grave para una enfermedad no urgente en un caso de ancianidad, u otras cuestiones del mismo estilo.

Este campo de decisión del enfermo se ha denominado en determinada bioética la “autonomía” del enfermo; en verdad es un término muy poco afortunado y se podría aconsejar su desuso. El término procede de una impronta kantiana. Kant habla de autonomía para hablar de la propia libertad como el principio moral por excelencia que exige el respeto como actitud fundamental hacia la otra persona.  Precisamente, los estudios sobre la fenomenología de la responsabilidad, realizados entre otros por Levinas e Ingarden, han puesto de manifiesto lo limitado de esta concepción ya que la responsabilidad nace de un primer momento de encuentro y guía a la misma libertad para asumir su responsabilidad hacia el otro. El simple principio del respeto derivado de la autonomía es muy poco para definir la relación real que se establece entre el médico y el enfermo que tiene que ver mucho más con la confianza y la esperanza. La mera “autonomía” no asume el valor completo de la relación interpersonal que se establece y que no merma, sino que apoya, la verdadera libertad, tanto del médico como del enfermo.

Es un dato más para comprobar la importancia decisiva de una bioética tomada desde la perspectiva del acto médico, ya que permite enmarcar mucho mejor la terminología usada para ello.

Momentos de la acción médica[editar | editar código]

En relación a la enfermedad se pueden distinguir distintos tipos de acciones médicas que tendrán una consideración diferente respecto del enfermo.

  • El primer paso es el diagnóstico que tiene como fin un reconocimiento, el de la enfermedad; este paso puede suponer toda una serie de pruebas que pueden exigir algún tipo de intervención en el enfermo. Es la parte más penosa para el enfermo por la inseguridad que le provoca, aquí está en una posición especialmente pasiva en cuanto ignorante de lo que le pasa y confiado de que todo el proceso conduzca a una salud.

En este primer apartado se debería incluir todo lo que es la prevención de enfermedades con revisiones periódicas que son acciones médicas en el sentido de ser proveedor para cualquier eventual enfermedad y permitir pequeñas correcciones antes de que se produzca algo peor. Sin necesidad de existencia de una enfermedad son acciones dirigidas a evitarlas.

En todo caso, el diagnóstico tiene como fin la intervención médica y no otras consecuencias. Esto es especialmente importante en algunos casos como es el del diagnóstico prenatal; este puede tener sentido en la medida en que sea posible una intervención a favor de la salud del nasciturus o de la madre, pero no es una acción médica si esta intervención es imposible y solo puede servir para acabar en un aborto eugenésico más o menos encubierto. En este caso, si existiera la sospecha de esta posibilidad, el médico puede negarse a este diagnóstico porque no tiene ningún valor médico.

  • El siguiente paso es la terapia, es decir, todo un proceso de intervenciones para conducir a la sanación o, al menos, al alivio del enfermo. Es un momento en el que la colaboración del enfermo es esencial y requiere que esté esperanzado de la bondad de la terapia. No se le pueden comunicar esperanzas infundadas, pero sí que siempre hay que animarle a reaccionar ante la enfermedad.

De nuevo la terapia gira en torno al enfermo, como punto de discernimiento, en especial en los casos en los que se trata de una acción médica lesiva o muy molesta para el enfermo, a veces con pocas esperanzas de una mejora real.

Es posible que se desprenda un juicio prudencial que, en su objetividad, afecta al médico por ser el que realmente conoce las posibilidades de éxito, aunque la última palabra está en el enfermo que es el que consiente a la acción terapéutica o paliativa. Los protocolos pueden servir como indicación, pero no pueden sustituir la responsabilidad por parte del médico. Este puede pedir consejo, pero no delega en un comité lo que él puede conocer mejor que el comité mismo.

  • Los cuidados paliativos pueden considerarse un último modo de acción médica, en la medida en que esté clara la imposibilidad de una curación y la necesidad de un tratamiento continuado para la mejor condición de vida del enfermo. En este sentido es mejor llamarlo “condición de vida” que “calidad de vida” para referirse a datos objetivos que un médico puede asegurar, y no el modo subjetivo de vivirlos que el médico ha de considerar y ayudar, pero que pertenece al ámbito de vida del enfermo.

En este momento, la colaboración del enfermo y su entorno vital es de una importancia decisiva, se trata ahora muchas veces de saber vivir con un sentido positivo hacia el tratamiento impuesto en condiciones de vida a veces deficientes y, cómo el tratamiento requiere también la colaboración de los que conforman el entorno vital del enfermo, sobretodo en el caso de una enfermedad larga.

En estos casos, junto con algunas decisiones del momento anterior, es donde se puede ver la oportunidad de no continuar un tratamiento porque no representa ninguna mejoría en el enfermo, aunque esto suponga el acortar el tiempo de vida de dicho enfermo. Se trata desde luego de una decisión ponderada que no corresponde al médico sino, en la medida de lo posible, al enfermo y a los que lo pueden representar.

La intencionalidad en la acción médica[editar | editar código]

Una vez visto los elementos propios de una acción médica y los momentos de la misma, es necesario repasar brevemente cuál es la intencionalidad moral que la ha de guiar en todo momento.

La ética médica juzga los actos médicos con base en cuatro principios fundamentales: no maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia.

Se trata de una relación de ayuda mediante el empleo de una técnica. La bondad o maldad de esta acción tiene que ver con la especificidad del acto realizado, que tiene que ser en todo caso el de ayudar al enfermo en su enfermedad del mejor modo posible, lo que se traduce en las mejores condiciones físicas de vida en el entorno que lo haga posible.

Esta intención genérica es la que guía al médico en el momento de proceder a elegir su acción por un proceso deliberativo que tendrá en cuenta una gran cantidad de factores. Pero que siempre ha de dejar clara la primera intencionalidad, es ésa la que dirige la elección de la acción concreta a realizar, lo cual incluye internamente el juicio de moralidad que no le viene como una limitación exterior, una especie de imposibilidad, sino que forma parte de la misma intención del acto desde un inicio.

El proceso deliberativo gobernado, entonces, por la intención moral, no es una mera elección de un medio para un fin, sino la auténtica realización del fin en los medios adecuados para expresarlo. Es la deliberación propia de un acto moral, cuyo bien es personal, el de la persona que obra y el de la persona por la que obra, diversa a la de un acto técnico que mira unos resultados y su bondad consiste en conseguirlos de forma máxima, al menor precio y en el menor tiempo.

Este proceso deliberativo está asentado en la relación médico-enfermo que se ha descrito antes y en la que se ha de mantener la confianza y la esperanza del enfermo en todo momento, eso sí, a partir de los datos reales que aporta la medicina. Hacia este fin se dirige la información adecuada que el médico ha de trasmitirle respecto de los medios de diagnóstico o de terapia que se consideren adecuados al caso. De esta forma la acción médica continúa siendo en todo momento una acción estrictamente interpersonal, fundada en la mutua responsabilidad que no puede reducirse a un frío respeto de una autonomía formal e individual.

En cuanto a la elección de la acción médica concreta a obrar, los límites morales que aparecen en su discernimiento lo son en la medida en que desvían la intención inicial. Así, el médico rechazará como un acto no médico cualquier acción que suponga directamente la muerte del enfermo o de una persona humana, que nunca es un acto médico. El término “directo” aquí empleado se usa en un sentido moral, es decir que la acción realizada no busque como fin o como medio esa muerte; un homicidio en una acción médica que puede considerarse indirecta solo cuando es el resultado de un efecto secundario de la operación, aunque este efecto pudiera ser previsible.

El beneficio de la acción se desprende no del resultado sin más del acto, cuanto del estado global del enfermo y se juzga a partir de las posibilidades de curación reales del mismo. En este juicio hay que tener en cuenta como un factor relevante el entorno del enfermo para el tratamiento y su recuperación. De esta manera, el médico debe evitar buscar la propia seguridad del tratamiento, o de un beneficio sin más del sistema sanitario, por encima del beneficio del enfermo. Un beneficio que no solo es físico, sino que incluye la participación en el sentido de lo que se va a actuar.

La decisión debe ser informada por el médico como el que tiene la responsabilidad primera por el conocimiento de la enfermedad y las posibilidades razonables de curación; pero debe ser aceptada por el enfermo con la explicación adaptada a sus conocimientos para que conozca el alcance y las posibles consecuencias de la acción médica.

Por eso, la acción médica no es mero juicio ponderado de las consecuencias de la acción a medir a partir de los beneficios y perjuicios que se causan en el enfermo, sino una relación de ayuda técnica en vista de un fin moral por sí mismo. Este fin y esta intención son las que ennoblecen la acción médica y por ella el ejercicio de la profesión médica siempre ha estado envuelto en un reconocimiento agradecido por parte de la humanidad.

Otras voces[editar | editar código]

Texto de referencia[editar | editar código]

  • Pérez Soba, Juan José (Mayo 2012). «Voz:Acto médico». Simón Vázquez, Carlos, ed. Nuevo Diccionario de Bióetica (2 edición) (Monte Carmelo). ISBN 978-84-8353-475-5.

Bibliografía[editar | editar código]

  • Cattorini, P. (1994). Malattia e alleanza. Consideracioni etiche sull’esperienza del soffrire e la domanda di cura, Angelo Pontecorboli. Firenze. 
  • Noriega, J. L’azione medica e la sua bontà. La cura del malato in stato vegetativo permanente. Noriega. 
  • Di Pietro, M.L (2002). Né accanimento né eutanasia. Roma: Lateran University Press. pp. 153-163. 
  • Pellegrino, Edmund D.; Thomasma, David C. (04 de febrero de 1988). For the Patient's Good. New York: Oxford University Press. p. 256. ISBN 9780195043198. 

Referencias[editar | editar código]

  1. «EXPERIMENTOS MÉDICOS DE LOS NAZIS». encyclopedia. 10 de noviembre de 2018. Consultado el 12 de mayo de 2020.