Diferencia entre revisiones de «Limitación del esfuerzo terapéutico»

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== Bibliografía ==
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[[Categoría:Limitación del esfuerzo terapéutico]]
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Revisión del 09:57 20 mar 2020

La limitación del esfuerzo terapéutico es la actitud adecuada frente al encarnizamiento terapéutico. Es una decisión prudencial que debe tomarse ante situaciones de enfermedad grave para elegir emprender o cesar unas terapias teniendo en cuenta los medios terapéuticos ordinarios/extraordinarios y los proporcionados/desproporcionados mediante un juicio sobre el caso concreto.

Se habla de limitación del esfuerzo terapéutico cuando se decide reducir la intensidad o el número de las medidas terapéuticas, o incluso, suspenderlas (como, por ejemplo, operaciones quirúrgicas a veces múltiples, ventilación mecánica, apoyo circulatorio, diálisis, desfibriladores o marcapasos, transfusiones de sangre, medicamentos de uso compasivo, nutrición enteral o parenteral), cuando se observa que son inoperantes o presentan una notable desproporción entre los resultados que se esperaban y los realmente obtenidos. En la vida diaria de un hospital grande, se dan con relativa frecuencia esas situaciones conflictivas, que el médico ha de resolver con competencia y recta intención, teniendo en cuenta las circunstancias propias de cada caso.

En general, la limitación del esfuerzo médico puede pretender varios objetivos: ahorrar sufrimientos al paciente, no prolongar fútilmente sus horas finales, hacer un uso responsable de los recursos humanos y económicos del hospital, y, finalmente, evitar el riesgo de caer en la obstinación o encarnizamiento terapéutico, entendiendo por tal el uso de intervenciones particularmente agotadoras y dolorosas para los pacientes y que los condenan de hecho a una agonía artificialmente prolongada. Es posible también una limitación del esfuerzo diagnóstico, por la que el médico renuncia a exploraciones complejas y caras, cuando cualquiera que sea su resultado no van a influir en el tratamiento del enfermo terminal ni a modificar su pronóstico infausto. Puede darse, por tanto, un encarnizamiento diagnóstico.

La conducta de limitar el esfuerzo terapéutico se basa en la premisa ética de reconocer los límites que a la actuación del médico señalan tanto el carácter finito de su ciencia y sus recursos técnicos, como la precariedad de la vida humana, en especial en su fase terminal. Es una conducta que previene contra la tentación de la medicina heroica, que impulsa, de modo poco razonable, a intentarlo todo, a persistir sañudamente en las intervenciones iniciadas, a aumentarlas en intensidad, hasta caer en la obstinación terapéutica.

En el trayecto último de la vida, cuando la enfermedad ya no responde a los tratamientos que intentan la curación y el enfermo es desahuciado, los médicos han de retirar los remedios curativos, pues han caído ya en la categoría de remedios fútiles y devienen, por tanto, desproporcionados.

Esa retirada, sin embargo, no significa que el médico ya “no tiene nada que hacer”, pues sigue siendo necesario para cuidar del paciente con las oportunas medidas paliativas. Estas, por su propia naturaleza, son medios proporcionados, y se han de considerar de modo habitual como tales. El médico tiene el deber deontológico de estar disponible para acompañar al moribundo y confortar a sus allegados, que, dicho sea de paso, son actos médicos de elevada profesionalidad.

La recta limitación del esfuerzo médico, aun cuando se hiciera a petición del paciente, nada tiene que ver con el suicidio médicamente asistido. Y la recta supresión de los tratamientos fútiles hecha por iniciativa el médico, nada tiene que ver con la eutanasia, aunque algunos hayan querido llamarla erróneamente eutanasia pasiva. Las mismas acciones (por ejemplo, desconectar un respirador, sedar a un paciente), vistas desde fuera, pueden parecer idénticas, tanto si se ejecutan para acabar adrede con la vida de un paciente, como cuando son parte de una actuación éticamente correcta. Suspender un tratamiento ya ineficaz, lo mismo que tratar con sedación paliativa un sufrimiento grave que no ha respondido a otras terapias, no sólo es lícito, sino moralmente obligado (se presupone que el paciente ha podido arreglar sus asuntos espirituales y familiares antes de que se pueda aplicar la sedación en la agonía). Paradójicamente, bajo la apariencia de una intervención médica correcta puede ocultarse una acción intencionalmente homicida, lo que hace posible que algunos actos de eutanasia puedan pasar inadvertidos. Pero la conciencia del que provoca la muerte deliberada de un paciente queda marcada por un grave pecado. Aunque la diferencia ética fundamental entre esas acciones aparentemente similares parezca residir en la intención del respectivo agente, sucede de hecho que la intencionalidad, recta o perversa, del agente determina la moralidad objetiva, buena o mala, del acto realizado, la intencionalidad propia de la acción. Por decirlo así, el finis operantis arrastra consigo el finis operis, el objeto moral del acto.

5. El caso de los recién nacidos en condiciones críticas

Gracias a los avances de la asistencia obstétrica, se han ido superando muchos problemas

que, años atrás, hacían azarosos el embarazo y el acto de nacer. Pese a ello, no son pocos

los neonatos que entran en este mundo en condiciones críticas, principalmente a causa de

Ética médica

Gonzalo Herranz

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la prematuridad del parto o por sufrir graves malformaciones, algunas incompatibles, o sólo

marginalmente compatibles, con la supervivencia.

Para atender a esos recién nacidos en condiciones tan críticas, la medicina ha desarrollado

la especialidad de la neonatología y sus subespecialidades diagnósticas y de tratamiento.

Entre estas últimas, hay que destacar la cirugía neonatal y, sobre todo, la medicina intensiva

neonatal. En las correspondientes unidades de cuidados críticos, médicos y enfermeras se

enfrentan a problemas técnicos muy complejos y también a situaciones éticas difíciles y repletas

de incertidumbre. Han de evaluar si los recién nacidos pueden ser salvados, aunque a costa

de enormes esfuerzos, o si han de renunciar a tratarlos porque la medicina no tiene soluciones

para sus problemas. Han de echar cuentas del costo de la atención terapéutica neonatal, muy

alto tanto en su dimensión económica, como en la psicológica y laboral. Han de trazar planes para minimizar en la medida posible las secuelas somáticas y psíquicas que dejan en el paciente

la propia enfermedad o los efectos colaterales provocados por las prolongadas estancias en

incubadoras, en las que se trata de reproducir en la medida de lo posible las condiciones ideales

que les hubiera proporcionado la permanencia en el útero materno.

Médicos y enfermeras han de hacerse cargo igualmente de las complejas relaciones con los

progenitores de los neonatos que atienden, pues a ellos les corresponde una responsabilidad

principal en la toma de decisiones. Esas relaciones están cargadas de emotividad, en especial

en lo que respecta a las madres. El natural amor materno se acrecienta ante el recién

nacido gravemente prematuro, para el que se desea incondicionalmente su supervivencia y

recuperación. A veces, pueden darse en la madre sentimientos de culpabilidad por no haber

cuidado estrictamente el embarazo. No faltan, por desgracia, progenitores dominados por la

visión utilitarista del hijo perfecto, por lo que, en situaciones de duda, condescienden con gran

facilidad a las propuestas omisivas de los médicos, optan por el abandono del hijo débil y sin

futuro brillante, y solicitan ellos mismos que se no se inicien o que se suspendan los cuidados.

Se colige de lo dicho que atender a las familias y ayudarlas a asumir sus responsabilidades

éticas es parte importantísima del trabajo de una unidad de cuidados intensivos neonatales.

Como todos los progresos biomédicos, la medicina intensiva neonatal tiene dos caras. Ha obrado

“milagros” al conseguir la supervivencia de incontables criaturas que, sin esos cuidados, hubieran

muerto. Pero otras veces, la supervivencia lograda es una victoria pírrica, pues los prematuros

sobreviven con la carga de muchas, y a veces profundas, deficiencias. Sobre todo, son los casos

de extrema prematuridad que sobreviven los que presentan las incapacidades (respiratorias,

neurológicas, psíquicas y sociales) más graves. Se ha planteado la cuestión de si hay un límite

de edad gestacional, por debajo del cual es fútil emplear las técnicas de reanimación y de apoyo

vital. Ha nacido así la idea del “neonato pre-viable”, sin perspectivas de sobrevivir sin gravísimas

taras, que no debería ser acogido como paciente por los médicos, cualquiera que fuese el deseo

explícito de los padres. No implica el concepto de pre-viabilidad un rechazo de una persona de vitalidad precaria, sino el sincero reconocimiento de la insuficiencia de la tecnología biomédica de

hoy ante la prematuridad extrema. En todo caso, algunas de esas unidades deben permanecer

abiertas a la búsqueda de innovaciones que hagan posible ir rebajando poco a poco el límite de

viabilidad de esos prematuros. De hecho, en las unidades bien dotadas, el umbral de viabilidad

ha descendido a 23 semanas. (Este umbral se mide en tiempo de desarrollo fetal, no en peso del

prematuro, que es parámetro poco fiable).

En una unidad de cuidados intensivos neonatales han de evaluarse de modo continuo las

dimensiones biológicas junto con las éticas. Han de seguirse cuidadosa y firmemente aquellos

criterios objetivos que impidan la deriva hacia la obstinación terapéutica, valorando los casos

uno por uno a la luz de los principios básicos de la ética. Y así, se ha de considerar lo primero

que el neonato de peso bajo es una persona humana que ha de ser respetada en cuanto tal: su

vida es tan preciosa como la de cualquier otro ser humano, aunque el riesgo de muerte natural

que le amenaza sea muy elevado y próximo. En medicina intensiva neonatal siguen vigentes

los principios para la evaluación ética de los medios: estos, aisladamente y en su conjunto, han de ser adecuados a los fines que persiguen, proporcionados a la situación del paciente al

que se aplican, y dotados de un aceptable cociente de costo/beneficio, es decir, su eficacia ha

de ser congruente con su costo económico y la complejidad clínica de su aplicación. Aunque

circulan ideas acerca de la limitada capacidad de los prematuros para experimentar sufrimiento

consciente, se ha de procurar atenuarlo en la medida de lo posible.

Se ha de vigilar atentamente para no incurrir en acciones obstinadas o que sólo sirven para

alargar el proceso de morir. Se ha de pasar, cuando llegue el momento, de la medicina intensiva

a la paliativa. Y se ha de comunicar así a los padres. A estos no se les puede encandilar con

expectativas ilusorias ni tampoco deprimir con pronósticos negativos exagerados: hay que

asociarlos al proceso médico con la objetividad necesaria para que su participación en las

decisiones tenga la madurez de unos padres que asumen sus responsabilidades.

Un elemento importante en la toma de decisiones es que las posibles secuelas que, tanto en el

campo cognitivo, como en el del comportamiento, puedan manifestarse en el futuro no pueden

condicionar el tipo y la intensidad de atenciones que se prestan al prematuro. Hacerlo equivaldría

a dar prioridad a un futurible indeterminado e imaginado en categorías de calidad de vida, al que

se sacrifica el valor actual y sagrado de una vida humana.

Conviene insistir, por último, en que, a pesar de los progresos habidos en la medicina de la

prematuridad, sigue siendo cierto también aquí que prevenir vale más que curar. Que sea

necesaria tanta atención intensiva a tantos prematuros es una circunstancia que se ha de

calificar de fracaso social, médico y, en cierto modo, ético. En no pocos casos, la prematuridad

es consecuencia de estilos de vida frívolos o poco responsables, derivados de la mentalidad

radical feminista que proclama “mi cuerpo es mío”, que, dada la alternativa del aborto libertario,

puede llevar al maltrato fetal. La reducción preventiva del daño fetal, y de la mortalidad neonatal

es un deber ético. La lucha contra la epidemia de la prematuridad empieza en la recuperación

de la idea, a veces olvidada, de que las madres se sacrifican gustosamente por el bien de sus

hijos, antes y después de nacer éstos. En esa lucha les corresponde una parte importante a los

médicos, pues sólo ellos pueden reducir algunos factores causantes de prematuridad (empleo

abusivo de las técnicas de reproducción asistida, aceptación del aborto eugenésico como solución a la enfermedad fetal, prejuicio tecnológico que favorece el “intervencionismo” e infravalora la

tarea “humilde” de aconsejar y prevenir.

6. La nutrición e hidratación de pacientes inconscientes

crónicos

Desde hace unos años, se viene debatiendo en los países avanzados el problema de si se ha

de alimentar e hidratar a los pacientes que viven en estado de inconsciencia crónica (o estado

vegetativo persistente, como antes se decía; esta última expresión se está abandonando, pues

muchos consideran que podría degradar la dignidad humana de los pacientes). La discusión

del problema, en vez de centrarse en su vertiente ético-médica estricta (dilucidar si la nutrición e

hidratación de esos pacientes, por corresponder a cuidados ordinarios y proporcionados, debería

ser obligada; o, si por el contrario, por extraordinarios y desproporcionados, podría o debería ser

suspendida), ha saltado al campo social y político y se ha convertido materia de un prolongado

y, a veces amargo, debate. Eso ha ocurrido a consecuencia de la publicidad que los medios de

comunicación dieron a casos muy notorios y conflictivos (como los de Terry Schiavo, en Estados

Unidos; de Tony Bland, en el Reino Unido; y de Eluana Englaro, en Italia). Por efecto de esa

notoriedad, lo que tendría que haberse limitado a cómo calificar éticamente ciertos cuidados médicos para cierto tipo de pacientes, el debate se desvió al problema básico de determinar si

los seres humanos en inconsciencia crónica conservan su dignidad de personas y sus derechos

humanos.

En contraste con el paciente de conciencia despierta, capaz de decidir qué tratamientos acepta

y qué otros rechaza por motivos razonables, el paciente en inconsciencia crónica no puede

participar en esas decisiones: otros (sus familiares o, representante legales, los jueces) han de

tomarlas por él. En general estos pacientes, superada la fase aguda inicial, pueden ser tratados

en sus casas durante largo tiempo. Las atenciones ordinarias que requieren estos pacientes

(alimentarlos con cuchara, darles líquidos en pistero, prestarle los cuidados higiénicos ordinarios,

moverlos para prevenir las úlceras de decúbito) no pueden calificarse de muy onerosas para sus

cuidadores, en especial si reciben ayuda de personal técnico y pueden tomarse un respiro de vez

en cuando. Puede ser necesario recurrir a la sonda nasogástrica, pero su manejo no se puede

considerar hoy como una tecnología médica, lo mismo que, una vez insertado, el de un tubo de

gastrostomía percutánea endoscópica.

Con el tiempo, puede ocurrir que sobrevenga a estos pacientes alguna complicación grave que ensombrezca su pronóstico vital. Tales incidencias han de tratarse razonable y proporcionadamente,

sin echar mano de terapias complejas, caras y agresivas que tienden a acumularse al no remitir el

cuadro clínico o surge el fallo multiorgánico. En los pacientes inconscientes crónicos quien haya

de decidir ha de hacerlo sin incurrir en los extremos erróneos del abandono o de la obstinación

terapéutica. Menos todavía lo hará el médico, pues ambas conductas están reñidas con la ética

y la profesionalidad de la medicina.

Son muy claras las normas de la moral cristiana sobre como tratar al paciente crónicamente

inconsciente. Este, a pesar de su dramática situación, es, y sigue siendo hasta su muerte natural,

una persona humana, acreedora del correspondiente respeto y titulada para recibir los cuidados,

básicos y especiales, debidos a quien no puede valerse por sí mismo: esto es, a ser cuidado,

alimentado e hidratado, y a recibir los tratamientos proporcionados a su enfermedad. Los

cuidados básicos van destinados a la supervivencia, no a la curación: no son propiamente terapia

médica, sino un modo humano y digno de respetar al paciente como persona. Son obligados

por mera humanidad. Juan Pablo II lo confirmó así en 2004: “[…] la administración de agua y

alimento, aunque se lleve a cabo por vías artificiales, representa siempre un medio natural de

conservación de la vida, no un acto médico. Por tanto, su uso ha de considerarse, en principio,

ordinario y proporcionado, y como tal moralmente obligatorio mientras, y en la medida en que,

demuestre alcanzar su finalidad propia […] que es proporcionar alimento al paciente y aliviar sus

sufrimientos. [Juan Pablo II, Discurso, 20-III-2004, n. 4].

Algunos teólogos han elucubrado sobre el posible significado relativizante de la expresión

“en principio” que figura en la última frase, arriba citada, en la que el Juan Pablo II declara

obligada la administración de agua y alimento al paciente crónicamente inconsciente. En una

nota aclaratoria, la CDF explica que pueden darse situaciones de excepción a la norma, como

podrían ser la imposibilidad física de ponerla en práctica en regiones aisladas o extremamente

pobres; las complicaciones que impiden al paciente asimilar alimentos y líquidos, lo que haría

inútil suministrárselos; o aquellos casos en los que el paciente no soporta la práctica de la

alimentación e hidratación artificiales, como podría ser la intolerancia a la sonda nasogástrica.

Pero la CDF insistía en que esas situaciones excepcionales no invalidan el criterio ético general:

suministrar agua y alimento, incluso cuando hay que hacerlo por vías artificiales, representa

siempre un medio natural para conservar la vida; no es un tratamiento terapéutico. Por tanto, se

ha de “considerar ordinario y proporcionado, incluso cuando el estado vegetativo se prolongue”.

Si, con el tiempo, surgieran complicaciones graves que nublan el pronóstico, cuando el paciente

se encamina a la muerte, mantener entonces la hidratación y la alimentación se hace gesto

inútil, y por ello deja de ser obligado. En esa situación final persiste, sin embargo, el deber

compasivo de acompañar y confortar al paciente en inconsciencia crónica. No es más que lo que

suele hacerse con los moribundos sin precedentes de inconsciencia crónica, que, en las horas

o días que preceden a la muerte, fluctúan entre la vigilia y la obnubilación, o pierden el contacto

consciente con su entorno. No estar consciente no priva al moribundo de su dignidad humana.

Bibliografía

  • Herranz, Gonzalo. Ética médica. </ref>