Salud

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Introducción

La Salud para los clásicos no tenía muchas dificultades para definir. Salus era Salvación. El significado sería estar en condiciones de superar un obstáculo. En la Edad Media salud podría estar más relacionado con "hábito o estado corporal que permitiera seguir viviendo"[1]. Vivir implicaría una cierta actividad interna que consigue mantener una independencia, también incluye reproducirse y un cierto grado de bienestar físico y de agrado de la actividad que es necesaria para vivir (bienestar psicológico); sin embargo, la salud no es bienestar. Más bien, el bienestar es, en cierta medida, una parte de la salud, es decir, es uno de los medios necesarios para poder seguir viviendo[2].

Necesidad de aclarar el concepto de salud

La Salud comprende varios estados: ausencia de lesiones, ausencia de enfermedades, normalidad en las funciones vitales, pero también va de la mano con paz y tranquilidad mental.

El concepto de salud es básico en todo planteamiento Bioético, pues influye tanto sobre las orientaciones fundamentales de nuestro modo de vida, como sobre las terapias y metas de la actuación biomédica. Es decir, tanto si el concepto de salud se encuentra caracterizado por un enfoque mecanicista como si lo está por uno personalista u holístico, el estilo de vida que adoptemos, los diagnósticos que hagamos, las terapias y expectativas proyectadas, y la relación terapéutica médico-paciente habrán de responder a ese paradigma.Que esa idea de la salud sea verdadera es decisivo, pues condicionará toda actuación que la tenga por objeto y no solo respecto a qué medios podemos utilizar para alcanzarla sino también determinará en qué medida ella misma es fin. El hombre de hoy es tan consciente del valor de la salud que espera no solo que se le devuelva cuando la pierde, sino también una cuidada profilaxis que lo evite, en el marco de una acertada educación que la favorezca. Con todo esto, la intervención sobre la salud ha experimentado un incremento sin precedentes y el desarrollo de medios y posibilidades técnico-sanitarias es actualmente tan grande que con frecuencia plantea dudas sobre sus límites y conveniencia. Por todo esto, resulta necesario se afronte un nuevo esclarecimiento del concepto de salud.

La salud personal es imprescindible para el desarrollo de la vida y el cumplimiento de las funciones individuales y sociales que implica. Esto hace que haya ido incrementando su relevancia en la vida de los pueblos y afectando una tras otra a todas las disciplinas e instituciones. Las relaciones de salud y medicina han fluctuado con el paso del tiempo. Inicialmente, la salud trascendía al cuidado médico; en la actualidad, tras habérsela identificado mucho tiempo con él, parece trascenderla de nuevo. Aunque su misión es el tratar la salud, parece ser que no ha logrado hacerse con ella de modo suficientemente satisfactorio. Actualmente no es posible hablar de salud sin considerar las aportaciones de la biología y la medicina, pero no parecen menos afectadas por ella la educación, la ética y la religión o la sociología, la política y la economía, incluso vemos que alcanza entre otras a la ingeniería, la urbanística y la nutrición, por no decir que, en general, afecta a todas las ciencias y creencias del hombre. Puede suponerse que el tratamiento sistemático y consistente, en el marco de esta obra, de una realidad tan compleja como decisiva, será necesariamente insuficiente.

Toda ciencia necesita unos primeros principios, unos axiomas evidentes, que por ser anteriores a ella, le son tan necesarios como indemostrables. En el caso de las ciencias biomédicas, la salud es uno de esos primeros principios. Algo tan básico como el fin que se persigue, debe estar constituido antes de empezar a perseguirlo, pues sin conocerlo bien, difícilmente se podrá producir. Esta idea ya fue señalada por Aristóteles: “Volvamos de nuevo al bien que buscamos para preguntarnos qué es. Porque parece que es distinto en cada actividad y en cada arte; en efecto, es uno en la medicina, otro en la estrategia, y así en las demás. Pero ¿qué es el bien de cada una, ¿No es aquello en vista de lo cual se hacen las demás cosas? En la medicina es la salud; en la estrategia la victoria; en la arquitectura la casa; en otros otras cosas, y en toda acción y decisión es el fin, pues todos hacen las demás cosas en vista de él”[3]. Igual que las demás, las ciencias biomédicas deben subordinarse a la enseñanza de otra disciplina que establezca el significado de sus principios.

Puede resultar comprometido preguntar a un médico qué es la salud, pues habitualmente, como mucho, parte de conceptos hipotéticos o intuitivos. Parece justificado tanto plantear la pregunta por la salud como que la reciban con cierta irritación quienes la buscan sin conocerla suficientemente. Cierto que los profesionales de la salud no “lograrían llegar a una conclusión si no diesen por supuesto que existe un acuerdo acerca del significado de un gran número de conceptos fundamentales. Al plantear estas preguntas, aparentemente inocentes pero casi imposibles de responder, el médico inquisitivo cuestiona ese acuerdo e insinúa que sus compañeros en realidad no saben de qué están hablando[4]. Con ser esto verdad, se cree que el profesional de la salud, podría avergonzarse o, por lo menos, asumir que él es el responsable de su propia irritación al no haber reflexionado con suficiente seriedad acerca del concepto más decisivo de su profesión.

Bioética y concepto de Salud

La Organización Mundial de la Salud afirma que la "salud es el estado de perfecto bienestar físico, psíquico y social, y no sólo la ausencia de lesión o enfermedad". En cuanto a la Bioética en la definición aparecen la integridad física y bienestar (que se sienta bien) pero está ausente el modo de vida de la persona.

Cómo define el Diccionario de la RAE, la salud. Primeramente indica que es un “estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones”. Una segunda acepción se fija en las “condiciones físicas en que se encuentra un organismo en un momento determinado”. En ambas acepciones solo se hace referencia a lo orgánico: primero, el estado de normal funcionalidad, que incide en que la salud es un estado general del cuerpo que actúa con normalidad; después, lo define como la condición física que posee en un momento del devenir temporal.

El concepto de salud tendría que ser algo más que un objetivo veterinario: arreglar las lesiones físicas y conseguir que el paciente se sienta a gusto. La justa autonomía del paciente es una realidad que debe ser respetada: pero esto es muy distinto que el paciente siempre tenga la razón. No sólo la integridad corporal, sino poder desarrollar las actividades diarias, dicho de otro modo, el fin de la salud no sería reparar necesariamente el organismo sino capacitar al paciente a desarrollar sus actividades personales y colectivas diarias. En ocasiones, se debe tratar para así, eliminar las lesiones pero en otros casos no es posible y la atención sanitaria deberá encaminar sus procedimientos técnicos a posibilitar esta vida de todos los días, básicamente con dos medios: el alivio de las molestias y limitaciones de la enfermedad y, si ni siquiera se puede esto, acompañar al enfermo de modo que se le ayude a descubrir que su vida todavía tiene sentido, a pesar de las limitaciones que le aquejan. En aforismo médico clásico: si se puede, curar, si no, aliviar, siempre, consola[5].

En cuanto a la definición de la Organización Mundial de la Salud habría que reflexionar también sobre el término "bienestar". Se tendría como sugieren los Códigos Deontológicos no discriminar a ningún paciente (según consideraciones religiosas, étnias, económicas, culturales, sociales, políticas...) y, por otra parte, ver si el bienestar lo pide el paciente, el médico o personal sanitario o la familia.

La necesaria definición de la Bioética como salud de la cultura puede sintetizarse diciendo que esta disciplina no debe concebirse como un estudio exclusivamente teórico, o de investigación especulativa, sino como una aplicación práctica de la asistencia personal, exigiendo una integración de la universidad con el hospital, y de ambos con la sociedad, en un mismo principio asistencial.

Occidente desarrolló en la modernidad un planteamiento que reducía la salud a la dimensión de lo corpóreo, dando todo el protagonismo a los médicos. Pero hoy observamos, a partir de un concepto holístico de salud, por un lado, una explosión de las medicinas llamadas tradicionales o alternativas, buscando una medicina más natural centrada en la recuperación de un estilo de vida en armonía con la naturaleza, en la confianza en la capacidad inmunológica del propio organismo o en el poder energético de la mente; por otro lado, se habla del surgimiento de un “nuevo paradigma de salud” que aparece junto a la crisis de los sistemas sanitarios y al planteamiento de las modernas categorías ecologistas a los problemas de la salud. En esa línea parece apuntar el lema Salud para todos de la Organización Mundial de la Salud, que vincula la asistencia sanitaria a la capacidad adquisitiva de naciones e individuos. Su objetivo es velar por la calidad de vida, entendida como “esperanza de vida sin incapacidad”. Como el hombre es una partícula efímera del universo material, esa esperanza queda supeditada a la calidad del ambiente. De este modo se termina por “otorgar prioridad a la salud de la Tierra y, luego, a la salud pública, es decir, a la de la sociedad, antes de preocuparse por la salud de las personas. Los cuidados a los que estas pueden acceder deben estar en armonía con el ambiente. Por esta razón se insiste, dentro del nuevo paradigma de salud, en la «salud reproductiva»”[6]

Un paradigma de salud es el conjunto de nociones relativas a la salud supuestas en el acercamiento a los problemas que plantea y las soluciones que se ofrecen. Ante todo se debe asumir que el concepto de salud presupone otros conceptos más radicales como son el de vida o el de persona y su dignidad. En ese sentido, no se puede asumir en su planteamiento contradicciones con ellos. La salud debe asumir y servir a la vida y a una vida digna del nombre de humana. Pero cuando se logra entender la salud principalmente como un modo determinado del equilibrio ecológico, como el correcto funcionamiento físico-químico del organismo, como un producto de la técnica o el poder humano, como un derecho que el ciudadano puede reclamar a los poderes públicos o como el objetivo fundamental de la existencia, se aprecia cierto desenfoque del asunto y se deja notar la necesidad de recuperar una auténtica fundamentación antropológica de la salud.

La salud podría ser entendida como una realidad gradual que admite una escala múltiple entre el umbral máximo y mínimo. El máximo estaría cerca de lo que la Organización Mundial de la Salud definía en el encabezamiento de su Constitución al ponerlo entre una serie de principios básicos de la felicidad, las relaciones armónicas y la seguridad de todos los pueblos. Allí, sostiene que “la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social y no meramente la ausencia de enfermedad o dolencia”. Junto a este principio se incluye otro, verdaderamente decisivo, que declara que “disfrutar del grado de salud más alto posible es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano sin distinción…” En realidad, todos solemos estar, habitualmente, lejos de esta noción tan ambiciosa, por lo que cabe preguntarse por el grado de salud que puede considerarse como el mínimo aceptable, por debajo del cual resultaría absurdo hablar de salud. El umbral mínimo de salud podría ser expresado como la menor capacidad exigida por un organismo para sobrevivir por sí mismo y sin padecer dolores tan grandes que continuar la propia vida llegue a resultar insoportable.

La cuestión inmediata que plantea esta consideración gradual de la salud es la del sentido de la vida. Si se pueden aceptar grados de salud inferiores al máximo, y, si hay un grado a partir del cual deja de merecer la pena seguir sufriendo su deterioro, será porque hay un determinado margen de salud que permite seguir viviendo y, a pesar de los achaques, realizar el sentido del vivir. Esto, por lo demás, no supone dudar del valor de la vida de quien carece de un mínimo de salud. Más bien, supone que el sentido de la vida no está en la salud y hay que realizarlo en cualquiera de sus circunstancias. Por lo que, si la vida tiene sentido, también tiene que tenerlo la falta de salud. Precisamente, igual que tiene sentido dar la propia vida, puede haber razones por las que merezca la pena gastar la propia salud. Cuestión diferente es la de cuáles son esas razones y su legitimidad, pues a veces se pierde la salud sacrificándola por objetivos que están muy por debajo de lo que es exigible a la dignidad del hombre.

Aceptar solo una concepción maximalista de la salud parece situar el sentido último de la existencia en el plano de la vida orgánica y sensitiva. Resulta evidente que la salud es un bien pero no el bien máximo. La experiencia de la mísera contingencia no solo plantea la pregunta por la salud pues, en realidad, remite a la pregunta por la dignidad de la existencia, por el ser mismo del hombre, principio y fin de la salud. Una sociedad que impide preguntarse por el significado radical de estos asuntos es una sociedad enferma.

La experiencia humana de la salud

Habitualmente el ser humano actúa como si ya lo supiera todo sobre la salud, y en parte es lógico porque en todo proceso educativo se inculcan gran cantidad de ideas sobre lo que resulta o no saludable. La centralidad de la salud es tan antigua como la vida del hombre; sin embargo, como noción, exige un proceso doloroso para llegar a aparecer. El hombre primitivo pasó, paulatinamente, de tener conciencia de sensaciones de malestar, de la existencia de procesos de dolor más o menos confusos o de la presencia circunstancial de extraños estados febriles, a concebir la vaga idea de que el desarrollo de la vida conlleva la misteriosa presencia de molestas alteraciones orgánicas. Por otra parte, la accidentalidad de muchas experiencias traumáticas acompañadas de dolor, heridas, hemorragias, infecciones, mutilaciones… debieron ayudar a concebir que la vida estaba rodeada de amenazas que, en parte, provenían de una constitutiva fragilidad que se hacía patente ante peligros externos y, en parte, de la misma capacidad de reacción que ante ellos mostraba el propio organismo. Comprobaron que esos procesos lastraban sus energías vitales, dificultaban sus más diversas tareas e incluso podían llevarles a las puertas de la muerte. Se tomaron plena conciencia de su debilidad y de que su existencia estaba situada entre la vida y la muerte. En su raíz, el concepto de salud hace referencia al hecho característico de que nuestra existencia se encuentra entre la vida y la muerte, en una posición constantemente variable: unas veces estamos más cerca de la vida y, otras, más cerca de la muerte.

La magia y la salud comenzaron aparecer simultáneamente con el deseo de influir sobre los fenómenos que manifestaba el cuerpo, con el correr del tiempo se insertaron varias creencias con el fin de obtener favores por parte de entidades sobrenaturales.

Sin duda, esta experiencia de la finitud inclinaba a pensar la salud y la enfermedad, en conexión con el más allá y, como resultado de un misterioso poder superior que decide sobre la existencia de los hombres. Así se encuentra en diferentes pueblos y culturas primitivos. El pueblo de Israel o el egipcio, por ejemplo, tienen una idea de la salud con un trasfondo sumamente complejo. Su desarrollo de la medicina era grande y en el tratamiento de la salud inicialmente unían aspectos mágicos-sacerdotales junto a la observación empírica. El poder del sacerdote ejercía un efecto benéfico sobre el paciente, cuando menos le pacificaba y generaba una confianza que mejoraba su estado anímico, estimulando el poder natural de recuperación de su organismo. A veces se unían la anatomía mitológica y la medicina astrológica, sosteniendo que cada parte del cuerpo estaba regida por un dios, al que se invocaba y enfermaba; otras se mostraba un concepto entitativo de la enfermedad (ens morbi), en parte, por no poder distinguir aún entre la enfermedad y su causa.

La obra de Mircea Eliade señala, con amplitud y detalle, una clara relación entre los mitos cosmogónicos, los del origen y los de enfermedad y curación. En todos ellos se manifiesta la conexión del orden profano con la radicalidad de un orden sagrado en el que reside la plenitud de la fuerza y de la salud. La clave de la idea de salud para el hombre de esas culturas, está en la respuesta a la pregunta por el significado del vivir. Vivir es respetar la ley que rige lo real desde su entraña, conformarse a los arquetipos revelados por una divinidad o un ser mítico in illo tempore como normas de la existencia. Lo más importante para ellos era ver sus padecimientos como parte del orden cósmico: “Cualesquiera fuesen la naturaleza y la causa aparente, su padecimiento tenía un sentido, respondía…, por lo menos a un orden cuyo valor no era discutido… si la humanidad pre-cristiana no buscó el sufrimiento y no lo valoró (fuera de unas raras excepciones) como instrumento de purificación y de ascensión espiritual, jamás lo consideró como desprovisto de significación”[7]. En todo caso, la pérdida de la salud siempre presentaba una causa, no podían pensar en la existencia de un sufrimiento no provocado por algún tipo de falta contra el orden original. La normalidad del sufrimiento reside en el hecho de que supone una desconexión del modelo normativo originario. En cualquier caso, en las distintas tradiciones culturales, los trastornos y padecimientos psicofísicos, fueron entendidos con el significado de lo malo, de la privación o la pérdida de un bien.

La idea de salud, como tal, no se puede percibir directamente sino que se elabora después de tener alguna experiencia sensible de ella. Es un bien lábil que forma parte de la realidad que se vive, y se forma en un proceso de abstracción intelectual. la sensación propioceptora, se desarrolla naturalmente en el seno de la salud. Pero como la sensación solo capta las variaciones particulares, es necesaria la aparición de la no salud para que así la realidad de la salud aparezca como experiencia. La vivencia consciente de la salud no se da en la inmediatez de la percepción sensorial, sino que es una realidad cuya vivencia se gesta cuando disminuye, en la presencia de su ausencia. Es decir, que el ser humano se siente sano solo después de sentirse enfermo. El peligro es que como el acceso a la salud está precedido por la experiencia de la enfermedad, se puede intentar pensar la salud desde la enfermedad, pero esta inversión conceptual reduce, cuando no vacía de contenido, la salud. La salud es anterior a la enfermedad y no se puede reducir a la ausencia de las específicas alteraciones que genera.

Esta dificultad no es retórica, ni un problema menor; es un peligro inevitable: como la enfermedad es una experiencia de malestar orgánico, se puede pensar en la salud, meramente, como la funcionalidad orgánica que no genera ese malestar. El problema es que suprimir permanentemente el malestar en todas sus formas y tener solo buenas sensaciones no es posible. Como señaló el estoicismo, solo se suprime radicalmente el dolor al suprimir la sensación, solo se logra eliminar toda frustración si se suprime todo deseo. Pero, como la plenitud del bienestar no es posible, solo quedan dos salidas:

  1. Lo mejor respecto a la salud es vivir como se desee sin hacer caso y cuando se pierda que se quite lo bailado: carpe diem
  2. Concebir la salud como huida o evasión, el intento de alcanzar un estado de anestesia general y permanente, un estado de insensibilidad, una especie de nirvana.

Pero la idea negativa de la salud, radicada en la no enfermedad, no es la única opción. La única salida consiste en buscar el sentido propio de la salud entendiéndola como una realidad positiva. Superar el peligro de la negatividad exige intentar comprender la salud como el estado normal y la enfermedad como aquella negación de la salud que introduce un desorden o alteración en el discurrir de la existencia del viviente. Ya Pitágoras había señalado que la salud consiste en “la normalidad y la armonía de las funciones orgánicas” apunta hacia una ley general que preside el desarrollo natural del viviente sano, mientras que la enfermedad, el dolor, el sufrimiento y la muerte solo significan la quiebra de esa ley. De otro modo, la humana naturaleza está herida y por eso la enfermedad es inseparable de ella: la enfermedad y la muerte, aunque no sean agradables, forman parte de la salud y la vida.

Hacia un concepto humanista de salud

Un enfoque acertado de la salud requiere descartar el planteamiento dualista que lleva a entender salud y enfermedad como cosas opuestas cuando, en realidad, son dos caras de la misma realidad. Y es que, por desagradable que sea, la enfermedad es algo natural. Salud y enfermedad son fenómenos inseparables radicados en la realidad de la vida orgánica. Aunque se escucha hablar de enfermedad de la piedra, el papel o el lienzo, en estos casos no hay referencia a un proceso homeostático de autorregulación, cosa que sí sucede en los seres vivos. Se deduce la salud positivamente desde la capacidad de la propia naturaleza para mantenerse en la existencia.

La salud es la naturaleza misma de la vida, como capacidad de obrar sobre sí adaptándose en pos de la supervivencia. En su sentido más general, es la capacidad del organismo para mantenerse en el ser en virtud de su propia actividad. En este sentido, ha de reconocerse que vida es sinónimo de salud y que todo ser vivo disfruta de ella en la misma medida en que se conserva con vida. La salud, además de ser gradual, es una realidad análoga, pues hay tantas formas de salud como formas de vida: se puede hablar de la salud de las plantas, de los animales, y de la salud del hombre. Si se introduce en la noción de salud el sentido del dolor, no podríamos hablar de enfermedad en la vida vegetativa. Para ella, salud y enfermedad tiene que ver con las dificultades para la conservación y el desarrollo de su vida, con la capacidad no consciente de reaccionar ante ellos. En el caso del animal se añade a esto la conciencia sensible. El animal, además de estar enfermo, lo siente como un malestar. Este es resultado tanto de su capacidad para sentir la limitación en el dinamismo de su propio desarrollo orgánico como un estímulo para reaccionar instintivamente ante él. No solo hay una dimensión objetiva o física de la salud; debe de ser añadida una elemental dimensión psíquica.

En el hombre todo esto se incrementa por la novedad de la razón. No solo siente los cambios sino que también se da cuenta de su significado. Vive desde el sentido porque no solo es un organismo viviente y tiene conciencia sensible de ello, también tiene vida intelectiva. Esta vida no está disociada de lo orgánico y sensitivo, sino integrado en la unidad viviente; por eso él está abierto a la salud simultáneamente desde las tres dimensiones de su vivir. Su salud no se reduce a la materialidad objetiva de su vida orgánica, pero tampoco consiste solo en que le añada la dimensión implicada en el plano de su vivencia sensitiva individual. La salud en el hombre incorpora a estas dos vertientes una tercera dimensión que, inseparablemente unida y dotándolas de nuevo alcance, nos permite hablar de la salud en sentido personal. No se puede pensar adecuadamente la salud del hombre si no integramos en ella tanto lo físico y lo psicológico como lo espiritual. Nuestra actitud ante la salud depende de si se entiende la vida humana desde la autoafirmación como homeostasis, desde la impulsividad como supervivencia o desde la libertad, teleológicamente, como búsqueda y realización de su sentido.

Es indudable que hay enfermedades específicamente humanas, pero lo primero que llama la atención es el modo específico en que el hombre las afronta. El vegetal no reacciona más allá de sus propias modificaciones orgánicas y el animal, al sentirse mal, o se vegetaliza, queda como paralizado, o bien se crispa, se irrita. El bien perdido le impulsa hacia lo inferior en que descansa, o a revolverse contra su dolor. En el hombre, a esto mismo se le añade la posibilidad de elevarse buscando entender lo que pasa, tanto para cambiarlo como para sostenerlo, descansando en la salud espiritual. Lo aparentemente más diferenciador es que el hombre, en la medida en que toma conciencia de la situación, asume deliberadamente las riendas del proceso de sanación e inventa o descubre técnicas que responden al deseo de recobrar la salud. Pero la diferencia más profunda está en que es capaz de vivirla desde el sentido gracias a la conciencia de una salud más importante y con el poder de relativizar la vivencia de la salud y la enfermedad corporal.

Como ha señalado Drew Leader, cuando el hombre ha enfermado, lo que desea recobrar es toda la experiencia existencial anterior a ponerse mal: la experiencia de la integración de la unidad orgánica, la experiencia del propio cuerpo integrado en el espacio y el tiempo como lugar de despliegue existencial, una experiencia de la integración con los otros y, en fin, la experiencia del sentido de la propia existencia en el orden del cosmos. Si la enfermedad es una realidad existencial, la salud del hombre no puede ser solo un fenómeno biológico. Como el acceso del hombre a la idea de salud surge a partir de la dolorosa experiencia que sufre en su propio organismo y de las dificultades para integrarse existencialmente en el medio, también parece lógico llegar a concebir la salud como una realidad, inestable resultado de una doble relación de equilibrio a la vez que corporal, interna y externa, y anímica.

  • Interno por lo que hace a los elementos del cuerpo
  • Externo por las relaciones de este con los elementos que le afectan
  • Anímica por la importancia del papel que este aspecto de la salud desempeña en un desarrollo logrado de la existencia humana.

Todo este equilibrio perseguido por la unidad del viviente en la medida en que busca mantenerse en el ser y alcanzar su plenitud es parte de la específica forma de autoactividad característica de los seres vivos.

Este enfoque de salud se fue gestando en la cultura de la Grecia clásica. Allí se consolidó la idea de que la salud no solo tiene una vertiente orgánica o corpórea sino que hay una dimensión anímica que le es esencial, hasta el punto de que la salud espiritual es mucho más importante que la primera. En la unión esencial de estas dos formas de salud late la tensión que fue descubierta, y que debía ser resuelta, entre vida y sentido de la vida. Una vida sin sentido no vale la pena vivirla, pero vivir con las menos penas posibles hace que la realización de su sentido sea más satisfactorio. En todo caso, descubrieron que la clave tanto de la salud como del sentido estaba en “vivir conforme a la naturaleza”.

Esta precisa concepción de qué es la salud debió suponer un cierto grado de reflexión filosófica sobre la vida, y, de hecho, las primeras formalizaciones se encuentran en el contexto del nacimiento de la filosofía. Jaeger ha analizado minuciosamente el modo en que el ideal de salud de la cultura griega se gesta en estrecha conexión con la filosofía de la naturaleza jónica. Su elevación y superioridad proviene del intento de pensar al hombre integrado en la naturaleza y sometido a sus mismas leyes. La medicina se constituye como ciencia en contacto con la filosofía y aprende a buscar una explicación natural de los fenómenos, reducir todo efecto a una causa, justificar con la causalidad la existencia de un orden natural y necesario que permite encontrar la clave de los misterios de la naturaleza observando su regularidad con el poder de la razón. La medicina, inspirada por la filosofía griega, “explicaba la salud y la enfermedad cosmológicamente y antropológicamente, esto es, en estrecha relación a la naturaleza en general y a la naturaleza humana en particular”[8].

La naturaleza del hombre, en realidad, es parte de la naturaleza del universo. Esta idea se percibe en el pensamiento hipocrático que concibe al hombre como una naturaleza en la Naturaleza, un microcosmos en el macrocosmos, por lo que su estado de salud es decisivamente influido por lo que sucede en su entorno. La salud es así una especie de proporcionalidad entre los elementos del organismo y la naturaleza. El hombre para los médicos griegos era considerado como un ser corpóreo sano o enfermo, e incluso cuando tratan los trastornos psíquicos conciben que su origen es corporal. La salud es en realidad la característica propia de la naturaleza y se basa en un equilibrio de los elementos del cuerpo desde que es posible su peculiar forma de actividad. Recuperarla es su objetivo, por lo que es decisivo conocer cuál es la naturaleza propia del cuerpo como norma de la salud: la naturaleza es el principio y el fin de la actividad del organismo y no hay salud fuera de ella. La medicina positivista del XIX interpreta esto como una forma de materialismo incompatible con la teleología y el inicio del análisis empírico, mecánico-causal, de la naturaleza. Pero, si la medicina hipocrática ve la salud como resultado del equilibrio adecuado de los humores del organismo (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) y la enfermedad resultado de su desequilibrio, la labor del médico solo consiste en ayudarle a recuperarse. El organismo funciona de manera autónoma, la norma de su mecanismo es compatible con la subordinación a cierta finalidad. Su mirada inicialmente se limitaba a lo que entra y sale del cuerpo. Sin una idea muy clara de lo que sucede dentro, suponen que la naturaleza del organismo es la norma de la salud. El ser humano era concebido como un conjunto y la salud como su estado natural, por lo que mantenerla y perderla dependía de las relaciones que mantenía con el entorno.

Hipócrates fue un médico de la Antigua Grecia que ejerció durante el llamado siglo de Pericles. Se encuentra clasificado como una de las figuras más destacadas de la historia de la medicina, y muchos autores se refieren a él como «padre de la medicina»,

La medicina griega entendía la salud del hombre a la luz del concepto de naturaleza. Sin desligarla del todo, la ve en conexión con el conjunto. Para Hipócrates es decisivo el poder ordenador de la fisis: el concepto de medida justa y equilibrada entre las fuerzas del organismo es la medida misma de la salud que el médico ha de ayudar a restaurar. “Los síntomas de la enfermedad y, sobre todo, la fiebre, representan ya de por sí el comienzo del proceso de restauración del estado normal. Este se encarga de encauzarlo el propio organismo; el médico se limita a averiguar dónde puede intervenir para ayudar al proceso natural encaminado a la curación. La naturaleza se ayuda a sí misma. Tal es el axioma supremo de la teoría médica hipocrática y al mismo tiempo la expresión más palmaria de la fundamental concepción teleológica de Hipócrates”[9]. La naturaleza está dominada por el fin, en eso reside la buena salud, y el arte médico solo trata de ayudar en las deficiencias.

Pero el hombre es un animal racional y esto le permite integrarse en la naturaleza de un modo diferente, es el ideal griego de salud humana. La salud, en lo que depende del hombre, es un modo de obrar conforme a la naturaleza, por lo que la salud es además una virtud. Desde aquí, “se comprende que Platón hable de la fuerza, la salud y la belleza, concretamente, como de las “virtudes” del cuerpo, comparándolas con las virtudes éticas del alma. Para él la areté es precisamente la simetría de las partes o de las fuerzas, que constituye en términos médicos el estado normal”[10]. Toda ciencia de la salud se obtiene del conocimiento de la naturaleza que es su principio normativo. La salud del individuo y de la polis, en su antropología dualista, tiene un doble origen en el cuerpo o el alma.

Pero mientras su dualismo siempre hace pensar a Platón en la necesidad de una normatividad de tipo ideal, en Aristóteles el asunto es diferente. El realismo de su experiencia médica le había convencido de que no existen enfermedades, tan solo individuos enfermos. Esto le ayudó a entender la ética, como saber de normas referidas a casos particulares. Aristóteles pretende “fundir toda la teoría médica sobre la acertada terapéutica del cuerpo con la teoría socrática sobre el cuidado y la terapéutica certeros del alma, para formar una unidad superior. El concepto platónico y aristotélico de la areté del hombre abarca tanto las aretai del cuerpo como las del alma”[11]. La psicología filosófica asume la visión hipocrática del cuerpo como parte decisiva de una nueva idea de la naturaleza humana al servicio de una formación del hombre más plena.

La salud corporal se puede entender al modo de los médicos griegos como “silencio de la corporalidad. Mientras estamos sanos nuestro cuerpo está callado, enmudece. La enfermedad nos hace escuchar el lenguaje del cuerpo, cuyo verbo principal es el dolor” (Rojas, 1998; p. 260). Pero también es cierto que junto al dolor está la realidad del sufrimiento y la frustración, que son síntomas de malestar psico-afectivo, moral y espiritual avisando de que algo no va bien en el plano psíquico y espiritual de nuestra vida. Por lo demás, no pe puede negar que ambas dimensiones de la salud están unidas y los filósofos griegos supieron descubrir la necesidad de cultivar las dos. Asumida la unidad psicofísica y superado todo determinismo, ha de aceptarse que “los estados del alma tengan su expresión corporal y a su vez estén en dependencia del funcionamiento de los procesos fisiológicos que les acompañan. Un estado mental de ansiedad y preocupación puede, de hecho, producir una úlcera del mismo tipo que la que produciría la ingestión de un líquido muy ácido; pero resolver esa situación exigirá primariamente solucionar el problema humano emocional, de estrés, de soledad, de falta de sentido, etc. más allá de sanar la lesión corporal”[12].

Una concepción integral de la salud exige asumir que la unidad sustancial de cuerpo y alma, en que la naturaleza humana consiste, se prolonga en dos vertientes de la salud estrechamente relacionadas y en mutuo influjo. Un concepto de salud coherente con los presupuestos de la Antropología debe reconocer la íntima unidad de los aspectos corporales y espirituales del hombre. Los enemigos, por tanto, son lo que podemos llamar, de un lado, el biologismo y, del otro, el espiritualismo. La salud afecta a la totalidad de la persona y es lógico que esté íntimamente vinculada al estilo de vida. Es posible ver la salud como un hábito de origen psicosomático al servicio de la vida y de la libertad de la persona, consistente en la capacidad de realizar con el mínimo posible de molestias, incluso con satisfacción, los proyectos vitales de cada persona y cuanto está implicado en las exigencias de su naturaleza humana.

La salud no es solo una realidad natural sino también adquirida y en esa medida es importante la prevención y la educación para la salud. La preocupación de los clásicos por la dieta y el clima no hacían sino reflejar la creencia en que los estilos de vida condicionan el estado de salud. Se ha de asumir que la salud entendida como hábito no se improvisa, ni responde a conductas aisladas que aparecen sin orden ni concierto. Las vidas saludables “entrañan verdaderas constelaciones de comportamientos más o menos organizados, más o menos complejos y coherentes, más o menos estables y duraderos y, todos ellos, fuertemente impregnados del ambiente o entorno en el que viven los niños y adolescentes. A estas constelaciones de comportamientos las denominamos estilos de vida”[13]. Esos estilos de vida o patrones de comportamiento son el resultado de una segunda naturaleza, necesaria para la adaptación y mantenimiento de la vida del individuo ante la variación de las circunstancias de su acción. “El sistema educativo tiene que despertar un sentido de responsabilidad común en las estructuras sociales y económicas que favorezcan un entorno más sano, unas relaciones más saludables y el ordenamiento de la vida para beneficio de todas las personas. No resulta coherente querer la salud y no preocuparnos por nuestro estilo de vida y de las condiciones del entorno en la que esta se desarrolla[14].

La salud es parte de la naturaleza, se está más cerca de ella de lo que se cree porque en términos generales se lleva dentro: la vida es salud. Pero el hombre como ser cultural debe descubrirla y aprenderla. Lo sorprendente es que el camino hacia ella exige pasar por la enfermedad y salir victorioso o aprovechar el triunfo de otros en lo que tenga de asimilable. La salud no es una cuestión de suerte, una lotería: se puede y se debe aprender en la misma medida en que se debe aprender a vivir. Al parecer lo cierto es que se ha aprendido a no prestar atención a las señales del cuerpo y a sus necesidades más profundas, esperando que la asistencia sanitaria resuelva las dificultades. Actualmente se da un gran acuerdo en torno a la idea de que gran parte de los problemas de salud son resultado de los hábitos de vida. Se buscan soluciones invasivas contra los problemas del organismo cuando primero se le ha abandonado en manos de un estilo de vida antinatural y desordenado. Se debe de recuperar un modo de vida equilibrado que asuma las múltiples dimensiones del ser para que todas se manifiesten en el modo de estar sano.

El concepto de salud mecanicista

Si se analiza el paradigma moderno de salud se puede observar que no hace gran diferencia entre el funcionamiento de la máquina y el ser vivo. Pero el ser vivo es algo más que la suma de sus partes, entre otras razones porque las partes son producidas por la unidad y no la unidad por la integración de las partes. La unidad del viviente es anterior a las partes, es el principio originario desde el que se autoconstruye el todo. La unidad del artefacto solo es un resultado, la máquina no tiene nada como propio porque no tiene ninguna identidad unitaria. El ser vivo se posee a sí mismo en su despliegue y lo que le sucede en él lo integra en su propia unidad como constitutivo de su singularidad o lo rechaza. El viviente, sobre todo el hombre, se singulariza por lo que hace; por ello su biología es también biografía, y su salud tiene un fuerte componente biográfico.

  • El modelo mecanicista de la naturaleza de Newton y Descartes ha dejado una profunda huella también en la medicina y su idea de la vida, la salud y la enfermedad.
  • El modelo cartesiano elimina la noción de forma o principio inmaterial responsable de la organicidad del organismo. Concebido como una máquina, la finalidad es extrínseca a su desarrollo.

El organismo entendido mecánicamente se convierte en un sistema cerrado en sí mismo. Para este modelo, la complejidad de la naturaleza es reductible a la simplicidad de una serie de leyes mecánicas que dirigen sus procesos. El dualismo cartesiano separa dos sustancias que, por lo demás, interactúan misteriosamente en su desarrollo: como cuerpo forma parte del mundo físico y se rige por sus leyes, como mente se escapa de él y no se somete a ellas. Esta visión del hombre reduce el cuerpo a la exterioridad y permite manipularlo como algo objetivo y diferente de la propia identidad subjetiva. Sin embargo, el modelo de la máquina no se ajusta a lo biológico, pues esta maravillosa máquina está viva y tiene capacidad de autorregulación. El planteamiento mecanicista es profundamente limitado para analizar la vida y la salud: no es lo mismo estar estropeado que estar enfermo, vivir que funcionar, la salud que la eficiencia.

Se puede hablar de un planteamiento biologicista de salud y enfermedad cuando estas se consideran como resultado del ajuste o el defecto en la maquinaria biológica. Puede hablarse por ello de un modelo mecánico de la salud, pues se reduce a los seres humanos a la mera exterioridad del organismo biológico. En una definición biológica de salud, esta consiste en que el organismo funcione con lo que podríamos llamar la eficacia típica de la propia especie: salud y funcionalidad son conceptos sinónimos. Como el mantenimiento de la vida orgánica supone una serie de sistemas funcionales interrelacionados jerárquicamente, en eso consistiría la salud, en el mantenimiento de una norma o un conjunto interrelacionado de ellas. Actualmente es conocida la falsa idea de poder identificar cada órgano con una función biológica específica. Aunque hay en él una multiplicidad de funciones formalmente distintas, el organismo viviente es una unidad real. Centrarse solo en la heterogeneidad y multiplicidad es como enfocarse en el movimiento de cada pieza del tablero a costa de perder el sentido y la estrategia de la partida.

La primera dificultad de este modelo de salud es que, dada la complejidad del funcionamiento del cuerpo humano, tiene que operar con un conocimiento parcial y limitado. Pero como la unidad del organismo se concibe extrínsecamente como en las piezas de una máquina, se puede trabajar con ellas aisladamente. Esto resulta útil pues se cuantifican los procesos del organismo humano implicados en cada caso reduciéndolos a unas medidas estadísticas, pero entonces el concepto de salud se convierte en un concepto estadístico de normalidad. Hay serias objeciones sobre el valor de este concepto estadístico de salud o normalidad. Según algunos estudios, el margen de error que existe para que una persona sana o normal presente en sus pruebas un resultado de laboratorio considerado anormal es fácilmente superior al 40%, y mayor cuanto más pruebas se le practican. Podemos concluir que con este modelo una persona normal es aquella a la que no se le han realizado un número de pruebas suficiente [15]. Además, para realizar las pruebas con las que se determinan cuáles son los valores normales, se seleccionan individuos que creen y parecen estar sanos con lo que, en definitiva, la definición de salud y enfermedad en este modelo se remite a valoraciones e impresiones subjetivas o sensaciones de la salud. Por otro lado, se ha de añadir a las dificultades para una determinación cuantitativa que la situación de salud de la población carece de suficiente nitidez y estabilidad, incluido el problema del umbral de salud-enfermedad que desciende conforme se incrementa el despliegue de los servicios sanitarios. Frente a esto, se debe de asumir que la evaluación de la salud incluye, además de juicios de hechos, sentimientos y juicios de valor, y, que entender salud y enfermedad como conceptos desprovistos de valoraciones previas es una mera ilusión.

Uno de los problemas de la medicina es que considera la funcionalidad que se asocia a la salud solo desde el punto de vista del método analítico propio de la ciencia empírico-positiva que constitutivamente acota su campo de observación. Este procedimiento es útil para realidades que funcionan mecánicamente y el de unas partes está aislado del de las otras. Pero en el organismo se da una unidad de integración en la que todo está esencialmente interconectado. La inadecuación de la aplicación de esta metodología a la salud es lo que se suele referir con la idea de los efectos secundarios: cura por una parte pero enferma por otra. En el fondo, lo que sucede es que el punto de vista desde el que se enfoca la salud adolece de utilizar una sintomatología reduccionista y se plantea una etiología de la salud parcial e incompleta. La reacción del organismo ante la intervención exógena puede resultar tan patógena que ni sus propios recursos endógenos puedan superarlos y el mismo sistema inmunológico queda desconcertado. No se pretende negar los resultados de esta forma de medicina, sino llamar a la prudencia por las limitaciones de sus planteamientos sobre la salud.

Este modelo ha perdido el significado original sobre la experiencia de la salud. Si se busca ayuda es porque la persona se siente mal por lo que junto al hecho empírico de una salud objetiva, la principal preocupación de la medicina debe ser la salud subjetiva. En la actualidad los síntomas de los pacientes se consideran como un fenómeno secundario, pues lo esencial del concepto de salud o enfermedad es la funcionalidad o disfuncionalidad biológica. Pero lograr la salud es también lograr el bienestar como elemento deseable del bien vivir y no solo ajustar las medidas de los procesos biológicos a las medidas del laboratorio, que solo es un medio. Es cierto que los pacientes sienten malestar como reflejo de alteraciones biológicas y por ello no se puede sustituir un modelo objetivistamecánico de salud por otro subjetivista holístico. Se necesita una noción de salud que considere ambos aspectos pues solo en ella se integrarán adecuadamente tanto la enfermedad como el enfermo.

La noción de vida orgánica incluye la teleología como exigencia de la integración unitaria y jerárquica de los sistemas y sus funciones. Pero vistas las cosas así, la cuestión clave se sitúa en el problema del fin último que resulta inaprensible con categorías empírico-positivas y determinarlo según los intereses de las ciencias biomédicas -supervivencia, reproducción, adaptación individuales o de la especie, equilibrio ecológico, -es eminentemente reductivo-, además de altamente valorativo. Parece que la vida es más que supervivencia y reproducción o adaptación y, por tanto, la salud es, además de algo específico, una disposición personal, y el enfoque mecanicista lo olvida. Y es personal no solo por los sentimientos y la conciencia de sí que tal estado implica, sino también por la capacidad de reflexionar sobre el propio vivir y de elegir la orientación última que se le quiera dar. La teleología del vivir humano trasciende sustancialmente lo biológico.

La dimensión biomédica de la salud también es fundamental, pues en ella radican una parte importante de los trastornos de la salud, pero estos no se pueden reducir a disfunciones biológicas, pues se olvidaría tanto la disfunción subjetiva que de ella se deriva como el sentido último que le acompaña. El modelo biológico mecanicista de la salud se centra en una parte importante de la misma, pero lo reduce en la medida en que no puede en modo alguno llegar a ofrecer una descripción completa de lo que ella es en realidad. Conocer las características de una enfermedad no es lo mismo que comprender el sufrimiento del enfermo que no se llega a penetrar si no se tienen en cuenta todos los aspectos de la persona: pasado y futuro, consciente y subconsciente, cuerpo y espíritu, individuo y familia, cultura y moral, trabajo y religión. La normalidad de la función biológica proviene de su subordinación a un propósito y no parece “que el propósito o télos de la vida humana pueda ser definido en términos biológicos. Por consiguiente, concluyo que los conceptos de salud y de enfermedad traspasan los límites de la medicina científica”[16]. El modelo aristotélico es mucho más adecuado a la realidad biológica, pues su física integra los cambios cuantitativos dentro de categorías cualitativas. Él no concibe la naturaleza mecánicamente sino teleológicamente como un “principio de movimiento y de reposo”. El mismo esquema sirve para los organismos vivos. La clave de ellos está en la psique, principio inmanente de actividad abierta al medio. Su apertura le da capacidad de reaccionar y actuar sobre sí mismo adaptándose a los cambios según las exigencias de su propia naturaleza. Esto no es posible en el modelo mecánico:

  • Sistema cerrado, tiende al equilibrio y se para cuando lo alcanza.
  • Sistema abierto, recibe energía y materia del exterior, su estabilidad no es un equilibrio termodinámico y puede desarrollar novedades de creciente complejidad.

La misma idea, tan de moda, de que el genoma contiene toda la cartografía de la salud, ignora el innegable margen de adaptación al ambiente, que junto con el estilo de vida, es un determinante de la salud. El origen genético de una enfermedad significa, generalmente, que se han heredado un conjunto de potencialidades que según interactúen con el ambiente, pueden o no desarrollarse. La vida biográfica personal influye en el desarrollo de la salud, limitando todo planteamiento determinista genético o fisiológico. Por lo demás, la existencia de enfermedades degenerativas, o diferentes problemas del sistema inmunológico muestran que el organismo humano es un proceso de auto-regeneración continua e irreductible a un control mecánico desde el exterior. Por eso, “El conocimiento acerca de la patogenia del cáncer y de las enfermedades de la edad avanzada ha progresado poco, lo que era esperable. La investigación dentro del modelo mecánico centra su atención en el funcionamiento de la ‘máquina’. Esta es dada por supuesta y, por ende, no puede explicar las enfermedades que aparecen en relación con su creación y recreación”[17]. El organismo ha de adaptarse a los cambios constantes de las condiciones de vida y esa adaptación determina la aparición de nuevas enfermedades. Así, por ejemplo, los problemas de salud mental parecen estar hoy mucho más generalizados. En el fondo parece que sus nuevas condiciones de vida no eran saludables, mientras que la reacción orgánica y la enfermedad son resultado de la salud. Por eso la idea de que el progreso biomédico eliminará la enfermedad parece ilusoria, pues “el ser humano constituye un organismo abierto en constante interacción con el ambiente y los cambios que se producen en el mismo, como los que se observan de forma obligada a ver en la sociedad postindustrial, van a producir inevitablemente nuevos problemas en relación con la salud”[18]. Existe algo de imprevisible en el funcionamiento del organismo y esto debe quedar recogido en el concepto de salud.

Pero la clave del asunto no se agota con esta diferencia entre sistemas cerrados y sistemas abiertos. Dado que un sistema es un conjunto de elementos integrados de forma unitaria, puede darse el caso de sistema abierto a otros sistemas abiertos y que todos ellos formen parte de un sistema de sistemas que finalmente esté cerrado. Por eso no es suficiente, como algunos proponen, con una transición desde un concepto mecánico de salud a otro holístico; por la sencilla razón de que es posible tanto un concepto holístico de tipo mecánico, y que por ello no considera la especificidad de la salud humana en el conjunto de la naturaleza. En la medida en que el ser humano se eleva por encima de ella hace falta un concepto de salud en el que se recoja plenamente el valor superior de la vida humana, sin que ello signifique negar cierto valor a la no humana. Esto solo se conseguirá si se asume que el hombre es un sistema, además de abierto, libre. Él está integrado en él todo, pero solo él es libre y por eso es realizable el sentido de la salud como virtud.

En definitiva, el concepto unívoco físico-mecanicista de salud, lleva a entender la salud en clave holístico-ecologista. Es en la unidad del cosmos, como organismo global en cuya realidad dinámica, e integrada en equilibrio inestable se encuentra insertado, la que podría en último término llegar a perder la salud, su capacidad de permanecer por propia actividad, si no subordinamos la actuación a su conservación. “Así pues, la ética de la tierra refleja la existencia de una conciencia ecológica, y esta, a su vez, refleja la convicción de una responsabilidad individual respecto a la salud de la tierra. La salud es la capacidad de autorrenovación de la tierra”[19]. Es aceptable la necesidad de respetar el equilibrio del ecosistema, no lo es una visión de la salud holístico-ecológica que no asuma la superior dignidad del ser humano por temor a que se pueda acusar el enfoque de antropocentrismo.

Se ha de volver un planteamiento multidimensional de la salud. Considerarla desde un único ámbito es como suponer que vivir la vida no exige distinguir los distintos tipos de vida que en ella pueden desarrollarse; que centrarse en uno y absolutizarlo no puede suponer daño o detrimento para los demás en cuanto están integrados con él. La vida puede ser considerada bajo múltiples aspectos íntima, familiar, pública, profesional, biológica, mental, económica, estética, moral, religiosa… todos ellos son diferenciados e irreductibles, pero también perfectamente interactivos y constituyen bajo el control de la dirección personal una unidad que más o menos complicada permite tener una sola vida de la que cada uno disfruta. Precisamente cuando la persona tiene más de una vida, es porque la autonomía de alguno de estos ámbitos, radicalizado, se hace incompatible con algunos otros de los restantes, entonces se produce un problema de salud en la unidad del viviente y el equilibrio armónico entre todos ellos debe ser de nuevo recuperado. Es el principio integrador de la unidad el que pone en funcionamiento mecanismos de aviso que suelen manifestarse en la forma del dolor y la tensión, incluso pueden producir sorpresa por no saber bien qué tipo de desequilibrio es el que está en el origen del trastorno, pero en cualquier caso es la unidad del viviente en su totalidad la que reclama nuestra atención.

Se puede asegurar que la salud consiste en un equilibrio dinámico que depende del desarrollo psíquico-espiritual tanto como de la perfección corpórea como de las dimensiones interdependientes en su unidad sustancial. Las preferencias y emociones se manifiestan orgánicamente y los cambios orgánicos modifican el estado emocional. Parece difícil rechazar la psicogénesis de la salud y la enfermedad. Por eso, en la medida en que ambas partes interactúan en el estado de salud, no siempre basta con administrar psicofármacos o con actuar sobre los órganos corpóreos para recuperar la salud psíquica u orgánica. Ciertamente, la interacción de ambos también permite que a veces se restablezca el equilibrio desde una de las partes, pero olvidar la otra es no asumir todo lo que contribuye al delicado equilibrio en que consiste la salud.

Salud, sanidad y sociedad

Se puede notar, con todo, que el sentido de la salud no se limita a lo orgánico biológico ni a lo estrictamente subjetivo individual. La salud debe ser considerada abstractamente como parte esencial del bien común y, por tanto, alcanzarla es una exigencia para todos, por lo que resulta imprescindible la acción conjunta del poder público y los individuos. El ser humano es un ser con otros y esto hace inexcusable hacer referencia a la dimensión social de la salud. La salud forma parte del transcurso histórico de la vida colectiva del ser humano y se relaciona con el progreso social. Pero también aquí la salud hace referencia a crecimiento o perfeccionamiento y mejora como vivientes humanos, no solo a lucha contra la enfermedad. Subordinada la salud al perfeccionamiento de la vida personal y social, adquiere una dimensión no solo técnica sino esencialmente moral.

Junto a la idea de salud está más que el bienestar que la acompaña, la de disposición para vivir la vida. Igualmente con la enfermedad, más que la del malestar, la de la indisposición que produce. Estos conceptos parecen distinguir el estado del que está sano y el enfermo. Hay dolores desagradables que, aun siendo habituales, no indisponen especialmente y, aunque es preferible eliminarlos, ni impiden vivir la vida ni pueden entenderse como falta de salud. En ese sentido, el malestar no radica solo en la presencia del dolor, sino en su elevación a la categoría de sufrimiento, al añadirse al padecimiento el deseo e incluso la necesidad de superar los padecimientos y no haberlo podido hacer.

Como la sociedad industrial asume que la salud es resultado de los progresos biomédicos, atribuye al médico un gran margen de acción. Si se agrega a esto la confianza en el poder de la química, parece lógico que no se haya favorecido el desarrollo de programas de educación de la salud. Pero estos deben ser enfocados no solo para el paciente sino también para el conjunto de los agentes de la salud. Una cultura médica les sitúa como fríos y distantes analistas que evitan implicarse personalmente, lo inhumano del asunto resulta de que el paciente “se enfrenta con la desintegración de su mundo y debe esforzarse por restablecer ‘el bien’ o fraguar una nueva visión. Los individuos y las instituciones implicados en el cuidado de la salud participan en ese drama en mil modos; el lenguaje usado, la textura de la relación personal, los honorarios exigidos y la estructuración toda del espacio y el tiempo tiene significado ético” (Leader, 2003).

Sorprende que el progreso de las ciencias biomédicas, la universalización de los sistemas sanitarios y el creciente control de las enfermedades produzca efectos ambiguos. Algo no funciona bien cuando ese progreso parece que ha disminuido la resistencia al dolor y el sufrimiento; ha favorecido el aumento de la automedicación como forma de evasión, huida del dolor o incremento de las propias posibilidades; ofreciendo mayor longevidad incrementa las situaciones de desamparo; sus técnicas de control dejan la vida de los más débiles -infancia y ancianidad- en manos ajenas; todo ello con un crecimiento vertiginoso de enfermedades mentales, psicosis y desequilibrios. “Desde las concepciones naturalistas de los griegos hasta la actual identificación de la salud con el bienestar y el poder tecnológico del ser humano, el cambio ha sido grande. La salud en estos días estaría caracterizada más como un derecho que como un don recibido” (Amor, 2005; p. 358). Por eso, se debe señalar que la salud es además de un derecho, un deber y una responsabilidad personal, no solo una mercancía que suministra el sistema sanitario. No hay salud sin educación “para la apropiación de la salud que se tiene y para una correcta utilización de unos recursos limitados en el ámbito socio-sanitario. Por ello, resulta urgente y prioritario recordar que la salud es, ante todo, una responsabilidad personal y, por consiguiente, algo que debe ser promovido primariamente desde dentro. Exige un determinado estilo de vida que favorezca la salud y mantenga a las personas alejadas de todo aquello que pueda dañarla” (Amor, 2005; p. 364). De este modo se aprecia que la gestión sanitaria es un problema no solo técnico y jurídico, sino sobre todo ético. No basta con asignar recursos y tomar decisiones sin hacer valoraciones y reducir estas a las valoraciones subjetivas o las intersubjetivas del mercado, sería un error de consecuencias catastróficas.

Conclusión

La consideración del binomio salud-enfermedad suele hacerse desde planteamientos reductivos, que atienden casi exclusivamente a las dimensiones físicas de la vida orgánica. Al hacerlo así, se asume como supuesto una concepción antropológica de la salud que reduce la realidad humana a la pura corporalidad del materialismo o a lo sumo a una corporalidad desligada de las dimensiones específicas del hombre propias del dualismo. El cuerpo y la salud se enfocan así como un bien absoluto o bien como algo solo accidentalmente ligado a la dignidad propia del ser humano. Un enfoque integral de la salud debe asumir que esta es una propiedad inseparable de la unidad sustancial en la que el ser humano consiste. La salud ha de entenderse como el estado en que se encuentra la totalidad del ser humano como unidad dinámica en despliegue temporal y multidimensional respecto de la finalidad que en su propia naturaleza está supuesta y cuyo cumplimiento personal le reclama.

La consideración de la salud y la enfermedad no puede hacerse como la simple constatación de ausencia o presencia de patologías orgánicas. Ha de elevarse a un plano existencial que incluya, junto a los elementos fisico-químicos, los psico-afectivos, morales y espirituales. De este modo, la salud se pone en conexión con toda la realidad en la que desarrolla su vida, el dinamismo de la persona y con la que establece relaciones susceptibles de ser valoradas como convenientes o acertadas para llevar una existencia lograda: “la salud se ha de entender como un estado de equilibrio entre las distintas dimensiones que componen la persona, y entre esta y su entorno. No se trata de un fin en sí mismo sino de una condición necesaria para una vida plena, autónoma, solidaria y humanamente feliz. La salud, por lo tanto, puede ser considerada como un bien no solo a preservar o recuperar, sino también un bien susceptible de ser disfrutado y aumentado”[20].

Se recuerda que la salud y la enfermedad, como todo lo humano, es a la vez naturaleza y cultura. La salud está enraizada en la naturaleza del hombre; como esta, incluye junto a lo vegetativo y lo animal la realidad de la razón y la libertad: se descubre, se encuentra y se aprende, pero al arriesgado precio de encubrirla, perderla y desaprenderla. Al poner la salud orgánica a la luz de la libertad y la finalidad, queda integrada en la perspectiva moral y se convierte en una virtud cuyo objeto es disponer de nuestras capacidades para la recta apropiación del cuerpo. se une de esta manera a las tesis de D. Gracia y J. R. Amor que conciben la salud, más allá de lo meramente biológico, como “cultura del cuerpo. Sano no está quien mayor bienestar siente sino quien más plenamente es capaz de apropiarse y cultivar su propio cuerpo. Salud es apropiación, posesión, que es lo contrario de expropiación y esclavitud. Apropiarse el cuerpo es ponerlo al servicio de la vida y de la libertad de la persona”[21]. La salud no resulta únicamente de los procesos orgánicos; es también una realidad personal y social, un hecho cultural. La acción humana ha de integrar una multitud de aspectos en la medida en que son necesarios para la vida y la salud de la persona. Realidades como el trabajo, la técnica, la sexualidad, el ejercicio físico, el juego, la alimentación…, requieren un uso adecuado de las capacidades corporales, psicoafectivas y espirituales. Una actuación que atente contra el equilibrio que exige la naturaleza o que desatienda la finalidad natural desde la que se articula puede convertirlos en fuente de frustración, enfermedad y dependencia.

La salud es considerada por todos como un bien. Su valor en nuestros días de escepticismo, nihilismo y frustración, es elevado frecuentemente a la categoría de bien máximo por ser al mismo tiempo el techo en una ética de mínimos: ‘La salud es lo que importa’, oímos con frecuencia. Sin duda la bioética, como el planteamiento de los límites y obligaciones que conlleva la intervención del hombre en los procesos vitales, no sería una exigencia si anteriormente no se planteara como realidad problemática la experiencia de la salud. Los límites de la salud aparecen a primera vista planteados por la manifestación de la enfermedad. Pero no se puede definir la salud por la enfermedad, y la enfermedad por la salud, porque sería tanto como establecer desde el principio mismo un círculo vicioso. No se puede limitar a definir negativamente la salud como la ausencia de enfermedad y la enfermedad como la pérdida de salud. Por lo demás parece claro que la salud es algo anterior a la enfermedad, tanto como que la vida es anterior a la muerte. Hoy existe una necesidad urgente de reflexionar acerca de la contingencia de la existencia humana: sin entender su significado y alcance se estará avocado a una profunda insatisfacción que fácilmente nos conducirá a la preocupación obsesiva por la salud.

De todos modos, dada la estructura teleológica de la vida, y por lo mismo de la salud, se puede pensar que la salud es propiamente un bien útil; no un fin último, sino un fin intermedio. Si fuera fin último estaríamos llamados a estar bien o lo que es lo mismo a sobrevivir, pero el hombre está llamado a vivir en plenitud. Para esto la salud es algo básico, necesario y por lo mismo muy importante. Cuando se pierde, se siente la necesidad de recuperarla, por ello se nota que es un fin cuando se carece de ella, y que más que importante es urgente, pero mientras se tiene, se disfruta de ella. En principio, cuando se vive para la salud es porque no se tiene y se necesita o porque no se tiene otra cosa y se ha convertido en una obsesión, es el caso del hipocondríaco. Es cierto que los humanos tienen que vivir con salud, pero no es lo mismo no poder vivir sin ella que vivir para ella. Considerar la salud como lo natural y la enfermedad como lo antinatural resulta forzado, pues va con la naturaleza de una vida finita poder enfermar. Salud y enfermedad son dos caras de la misma realidad que no es otra que la vida misma en su determinada finitud y no pueden entenderse aquellas sin entender esta previamente. Como hemos visto, de su análisis debemos “deducir que la salud no puede ser absoluta, puesto que la enfermedad forma parte de la vida, al igual que la muerte, y la confrontación con ella es un importante postulado de la condición humana, de la que se pueden derivar beneficiosos resultados”[22].

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