Anciano

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Introducción

La Bioética debe tener una especial sensibilidad hacia dos momentos importantes en el recorrido existencial y vital como son su comienzo y su fin. Es precisamente en estas etapas vitales donde la vida humana se puede ver comprometida o salvaguardada. No es baladí afirmar que precisamente por ser situaciones singulares la bioética tendrá que afrontarlas de forma no distinta pero sí poniendo interés en lo que allí aparece. Una de estas situaciones es la ancianidad donde el anciano es el protagonista.

Descripción

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, anciano se describe “Dicho de una persona: De mucha edad”.[1] En nuestro contexto lo que le es propio al anciano es estadísticamente padecer el estado morboso. Según Cattorini-Sala[2] cinco son los problemas generales que presenta la ancianidad en Bioética:

  1. si la ancianidad es considerada como enfermedad o no;
  2. qué valoración dar a la situación de dependencia del anciano;
  3. si la edad puede considerarse decisiva a la hora de afrontar y discriminar las prestaciones sanitarias
  4. qué argumentos existen en lo que ellos apuntan como terapias “inmortalísticas”
  5. qué relación existe entre coste/beneficio y entre cuidados y terapias.

Frente a la primera cuestión parece oportuno apuntar que la ancianidad no es una enfermedad aunque es un estado vital que propicia el estado de enfermedad por múltiples razones.

Entre las más graves limitaciones que se destacan en el estado de ancianidad es la que apuntan nuestros autores como falta de independencia y autonomía. No automáticamente hay que considerarlo forzosamente y obligadamente siempre esta situación como una desgracia social sino ocasión en muchos casos de actualizar los servicios integrales a los que toda persona por el mero hecho ser tiene derecho y obligación de recibir.

Si el criterio de la edad es decisivo o no a la hora de determinar un tratamiento médico específico y generalmente costoso llamado en la literatura (life sustaining technologies), en principio no deber ser discriminatorio. Pero en este punto autores discrepan.

Razones aducidas por aquellos que consideran la edad como factor discriminante en el uso o no del tratamiento

  1. a ancianidad merece ser privilegiada frente a otros colectivos
  2. al contrario, por haber recibido durante otras épocas tratamientos, éstos deben suministrarse a otros colectivos
  3. por haber contribuido el anciano al progreso de la sociedad merece el tratamiento
  4. la consideración terapéutica depende de las expectativas de calidad de vida que se obtendrán.

Los que opinan que la edad no es discriminante para hacer uso de las fuentes sanitarias están

  1. las necesidades similares deben ser atendidas de forma similar
  2. depende si se pueden o no costear individualmente
  3. los recursos deben emplearse con criterios utilitaristas simplemente, independientemente de la edad.

Respecto al punto cuarto las terapias “inmortalísticas” ya de por sí son sospechosas.

Lo que verdaderamente hay que preguntarse es ¿qué se persigue con tales técnicas; unas condiciones de vida inhumanas a toda costa, una prolongación artificial de la existencia a cualquier coste?. ¿Está el hombre en condiciones de prolongar su vida a cualquier precio?, ¿tiene que ser él el que diga efectivamente cuando muere? ¿quién decide si la vida debe ser prolongada y por cuánto tiempo?

Estos interrogantes encierran problemáticas de hondo calado que dependiendo de las concepciones antropológicas tendrán soluciones distintas. No todas están en sintonía con lo que el hombre es y con su dignidad. En línea de principios y de praxis cotidiana se debería privilegiar aquellas terapias que puedan mejorar y remontar las hipotéticas crisis morbosas (Veatch et col ) y no someter al enfermo muchas veces anciano en un estado vital artificial a pesar de que se lo pueda costear. En el fondo, muchas veces el problema económico aparece en la superficie pero las razones de peso son otras muy distintas que tienen que ver muchas veces con el arbitrio y capricho del entorno del anciano.

Características de la ancianidad

En general los autores afirman que entre los 65 y 70 años se constatan unos cambios a todos los niveles. Ello no es óbice para observar con relativa frecuencia excepciones al anterior estándar ofrecido. Una etapa vital donde las constantes físicas, psicológicas y sociales experimentan un notable cambio.

En el orden físico el desgaste orgánico es fácilmente costatable. Un deterioro psicológico es coetáneo al anterior replegándose la persona a su mundo interior en general muy rico debido a la experiencia vital. Una etapa de introversión y preparación a la soledad que hace a veces sufrir al anciano con independencia de las constantes externas.

Estas dos variables, en la mayoría de los casos provocan una socialización diversa y singular con respecto a otras etapas. En nuestras sociedades de la apariencia y de la imagen, el anciano no tiene cabida. No es considerado como en otras etapas históricas como fuente del saber encarnado, como ayuda experiencial apropiada para afrontar el futuro. Se socializa al anciano desde la disvaloración cuando no desde el rechazo más doloroso. Por ello, la bioética debe saber resolver los múltiples problemas que en esta etapa se dan cita o por lo menos a distintos niveles crear horizontes de solución a los problemas que en esta etapa van a aparecer.

La ancianidad no es una enfermedad sino un proceso natural en la vida de cualquier animal. En el caso de la persona, el proceso natural de envejecimiento se complica debido a la complejidad relacional de la persona. El anciano ya no puede ser autónomo, depende en su fragilidad para casi todo del otro. Esta dependencia puede ser entendida de forma diversa. Algunos ofrecen un interés podríamos decir redoblado ante la objetivación de la deficiencia, pero otros, ven en la misma deficiencia un factor decisivo y decisorio en cuanto a la acción médica se refiere muchas veces marcadas por las “soluciones” drásticas donde la acción médica deja de recibir tal nombre.

Etapa existencial crítica

La ancianidad contempla la realidad de la muerte de forma distinta a cómo se puede contemplar en otras etapas de la vida. Esta realidad, compromete al hombre en todas sus esferas. Por eso, la concepción que tenga una sociedad de la ancianidad y de la muerte va a ser un termómetro válido para comprobar su estado de salud.

En general dos acercamientos se pueden observar en la actualidad.

El primero de ellos el que considera la muerte como un mero fenómeno biológico y, por tanto, susceptible de un mero tratamiento biológico. Y los que consideran que la muerte además de esto es sobre todo un acontecimiento histórico. Un acontecimiento histórico y biográfico que no puede ser afrontado sino humanamente, es decir, complejamente. Para algunos, la pérdida de autosuficiencia (autonomía) y de vitalidad es incompatible con el status de persona. Se toma la parte por el todo. Se afirma que una cualidad signa la totalidad de la persona. Así considerado, el gesto humanitario frente al anciano es transformar y tratar su estado como si de una mera constante biológica se tratara. Cuando ésta parece imposible de remontar, lo justo, se afirma, es terminar con esa situación in-humana. ¿Dónde se ha puesto el criterio de humanidad?. Esta lógica en cierto sentido eficientista alimenta la mentalidad pro-eutanásica en nuestro occidente que tiene al anciano como cliente asegurado. Cuando la calidad de la vida está por debajo de un umbral tolerable, la vida no merece ser vivida. Tendríamos lo que algunos autores a principios del siglo pasado acuñaron en el término de vidas sin valor vital. Ni que decir tiene que el anciano es el candidato más numeroso a engrosar las filas de esta artificial nomenclatura.

Otros, en cambio, abogan por la consideración de la muerte desde un punto de vista histórico. Frente a ella, nada mejor que el cuidado especial y riguroso en una etapa rica de contenidos y de preparación para la que es la meta del hombre en esta tierra. El hombre nace para morir como alguien ha apuntado. Para morir como hombre, no menos que como persona. Por eso, este acontecimiento histórico y no sólo biológico requiere el cuidado añadido a cualquier etapa vital anterior.

Independientemente de la utilidad al sistema sanitario de un país, el tratamiento de este segmento poblacional, por cierto, cada vez más amplio en las sociedades occidentales, debe apuntar a una solución integral. En este sentido, los cuidados paliativos son ciertamente una alternativa a la mentalidad pro-eutanásica que amenaza a algunas sociedades occidentales. La filosofía de fondo es considerar que nos encontramos ante alguien que quizá no volvamos a poder tratar en la consulta médica y por ello, el tratamiento tiene esa dimensión de finalidad, de ultimidad. Y ante ello, se procura que el tratamiento no solo alivie el dolor, los déficits y fallos multiorgánicos, sino que procurará si cabe tratar al anciano como un todo, como una individualidad a punto de desaparecer, como la res sacra que muestra su real condición.

La medicina paliativa tiene esa sensibilidad por el enfermo. Ulteriormente habrá que llenar de contenidos esa declaración de buenas intenciones de tratar al anciano como un todo y no como un simple sujeto enfermo y deteriorado.

Respuesta de la bioética personalista

Para una bioética personalista, el anciano no solamente es objeto y sujeto de respeto sino sobre todo de admiración y cuidado. No solamente habrá que ponderar lo mejor sino cómo se hace concretamente lo mejor. En este sentido, la calidad de la vida es una dimensión por la que habrá que luchar más que en otras etapas de la vida, pero no es la calidad la determinante a la hora de la decisión biomédica. A veces los extremos eutanásicos y de obstinación terapéutica pueden aparecer como inmediatos y resolutivos. En realidad no lo son, aparecen ante actitudes desenfocadas sobre la verdad de la vida personal.

El anciano es sujeto de respeto, de beneficialidad, de acompañamiento, de llenar los interrogantes y vacíos, pocos, que le quedan todavía por colmar. En definitiva, nuestra sociedad será sana si sabemos servir al anciano en el ocaso de su existencia. Una existencia marcada inexorablemente en muchos casos por la enfermedad. En este sentido, nuestra medicina será sanadora si tratamos a los ancianos siempre buscando el bien, no el nuestro ni incluso lo que a veces aparentemente aparece como bien. El bien será que el anciano se encuentre preparado integralmente para vivir su historia en plenitud. A ello, todos los recursos que una bioética de corte personalista ofrezca siempre serán cortos. Los criterios de coste/beneficio, los criterios de proporcionalidad, las curas paliativas deberán tender siempre a procurar que el anciano mantengan viva su plenitud, para introducirse en la nueva plenitud histórica que comienza en la muerte. Una medicina que acompaña y no aísla, que sana y que no agreda, que cure y que no se obstine, que apueste por la vida y no por la muerte es el servicio más urgente y necesario que se debe a la sociedad no solo cuantitativamente hablando, que también, sino sobre todo cualitativamente hablando, porque mostrará el rostro genuino de su ejercicio profesional.

Bibliografía

  • P. Cattorini, La vecchiaia tra normalita e patología, Medicina e Morale 37 (1987), 58-76
  • L. Antico, Il problema degli anziani, Medicina e Morale 1/2 (1976), 97-114. P. Cattorini,
  • La vecchiaia tra normalita e patología, Medicina e Morale 37 (1987), 58-76.
  • D. Tettamanzi, Dizionario di Bioética, Casale Monferrato 2002.
  • L. Sandrin, Il benessere dell’anziano, utopia o relatà?, Aspetti psicologici e spirituali, Medicina e Morale 6 (1997), 1129-11

Notas

  1. «Anciano». Consultado el 20 enero 2020. 
  2. P. Cattorini- R. Sala, Nuovo Dizionario di Bioetica (S. Leone-S. Privitera a cura di) Acireale, 2004. M.A. Monge, Medicina Pastoral, Pamplona 2002.