Eudemonismo
¿Qué es el eudemonismo?
La historiografía del pensamiento ético denomina genéricamente eudemonismo a toda doctrina ética para la que el bien del hombre es la felicidad (en griego, eudaimonía). Esta caracterización, aun sin ser falsa, es insuficiente, si no se añade que el eudemonismo es ante todo una concepción del saber ético, de su misión y de su estructura, que fue común a la casi totalidad del pensamiento ético occidental hasta bien entrado el siglo XIII. Las éticas que no responden a esa concepción no son eudemonistas, aunque invoquen la felicidad como un concepto cardinal; tal es el caso, por ejemplo, del utilitarismo de J. Bentham y de J. Stuart Mill.[1]
Las notas comunes a las éticas eudemonistas podrían ser sintetizadas de la siguiente manera:
- La reflexión ética asume una perspectiva de totalidad. Ello se debe a la convicción de que todos los bienes que apreciamos y los fines que perseguimos se articulan en un proyecto global de vida, cuya dirección queda definida por el bien o conjunto de bienes que se considera como superior a todos los demás.
- El bien supremo, al que se llama felicidad, tiene unas características formales indiscutidas. Puesto que todo lo que el hombre desea, lo desea en vista de la felicidad, mientras que la felicidad no se puede desear en vista de otra cosa, la felicidad ha de ser un bien autosuficiente, completo, al que no le falta nada. Es el bien de la vida humana considerada en su totalidad.
- La ética considera que su principal misión consiste en clarificar concreta y críticamente todo lo que se refiere a ese fin último o bien supremo, porque solo así puede constituir una orientación concreta y eficaz a la hora de establecer las prioridades entre los bienes y actividades que caracterizan el mejor modo de vivir para el hombre. A los criterios o prioridades que regulan las actividades y la búsqueda y manejo de los bienes se les llama virtudes.
- Todo ello presupone que se tiene la confianza de alcanzar mediante la reflexión ética una respuesta cumplida a la pregunta acerca del bien de la vida humana considerada como un todo.
Las éticas eudemonistas se diferencian entre sí por el contenido concreto que cada una atribuye a la felicidad: la vida conforme a la virtud, el placer, la imperturbabilidad del ánimo, etc. Ninguna de estas respuestas concretas puede reivindicar en exclusiva el título de eudemonista, como piensan los que modernamente han identificado el eudemonismo con la fundamentación hedonista de la ética, porque ese título les corresponde igualmente a todas ellas por las notas comunes. Eudemonismo no es el nombre de una concreta teoría de la felicidad, sino el de un modo de concebir el saber moral, que asume lo que hoy se llama el “punto de vista de la primera persona”.
Por esa razón se distingue netamente de las éticas normativistas que abandonan el tema del bien de la vida humana y centran su atención sobre el problema de determinar cuál es la acción correcta (right) o incorrecta (wrong) y de fundamentar las normas para valorar la corrección de las acciones. Estas éticas asumen el punto de vista del observador externo o del juez de las acciones ajenas: son éticas elaboradas desde “el punto de vista de la tercera persona”. La ética de la tercera persona juzga las acciones “desde fuera” y con independencia de las formas de la experiencia práctica, por lo que se acaba considerándose en sentido material, fisicista.
Las razones del eudemonismo
El planteamiento eudemonista toma como punto de partida el obrar humano visto “desde dentro” del sujeto agente, considerado por tanto en su intrínseco dinamismo intencional. El deseo humano no se puede explicar pasando indefinidamente de un bien a otro, sino que ha de tener un objeto último, el bien supremo, en el que los diversos objetos del querer se articulan en una totalidad u horizonte el cual expresa un deseo que los contiene a todos, y cuya aspiración es el fundamento dinámico profundo de la actividad regulativa de la razón práctica. Esto significa, desde el punto de vista antropológico, que el sistema tendencial y operativo humano es en último término unitario, por más que contenga impulsos que parecen oponerse entre sí.
A este planteamiento se suele objetar que la experiencia sugiere que el hombre no obra mirando a un único fin último o supremo, sino que existen diversos sectores de la vida (trabajo, familia, salud y descanso, religión, etc.), cada uno de los cuales tiene su propio fin último. Sin embargo, un análisis más detenido muestra que la objeción no responde a la verdad: si los fines de cada actividad o sector fuesen fines verdaderamente últimos, serían fines no articulados ni articulables en una totalidad que los engloba, por lo que habría que admitir que son fines inconmensurables; pero la experiencia enseña que solo poniéndolos en mutua relación en el seno de un todo más amplio, se pudieran tomar las decisiones oportunas cuando se produce un conflicto entre ellos. Es decir, cuando las exigencias de la vida obligan a limitar algunas actividades para mantener otras, se debe reflexionar para comprender lo que la posición económica, la carrera profesional, la atención debida a la propia familia, el descanso, la religión, o la disminución de estos bienes aporta o quita a la vida lograda, a la plenitud que busca o, más sencillamente, a la felicidad propia y a la de los seres queridos. Es innegable que la decisión que se toma presupone una idea –acertada o desacertada– acerca del bien global de la vida, bien en razón del cual se establecen prioridades entre las demás actividades y sectores de la vida.
La recta inteligencia de lo que se acaba de decir requiere algunas aclaraciones:
- La primera es que la pregunta acerca de la felicidad no presupone que el bien supremo debe excluir todos los demás. También se puede considerar el fin último como un bien que actúa al igual que un principio o criterio ordenador de muchos otros bienes, articulándolos en un proyecto o plan de vida que parece el mejor y el más deseable.
- En segundo lugar, qué se quiere decir exactamente cuando se afirma que el fin último hace conmensurables los fines no últimos. Conmensurarlos significa ponerlos en relación mutua, articularlos en una totalidad armónica, y no el tratarlos instrumentalmente como simples medios. Los fines no últimos y el fin último no se relacionan entre sí como los medios y el fin. Su relación mutua se asemeja más bien a la que existe entre las partes y el todo. Las diversas actividades y dimensiones existenciales de la vida humana son partes de la vida buena, y aquéllas, para ser efectivamente tales, deben ocupar el puesto que en la vida buena les corresponde.
Problematicidad de la idea de felicidad
Aristóteles señaló que todos están de acuerdo en decir que el bien supremo es la felicidad, pero acerca de qué es concretamente la felicidad cada uno tiene su opinión. Detrás de esta observación se esconde un problema cuyos términos son los siguientes:
- Por una parte, una perspectiva bien definida de reflexión ética conduce a la noción de fin último o bien supremo.
- por otra, esta perspectiva se encuentra forzosamente con la aspiración natural a la felicidad.
- El encuentro entre la noción de fin último y la aspiración natural a la felicidad es, a la vez, extremadamente importante y extremadamente problemático para la ética.
La felicidad es el modo en que aparece espontáneamente el término último al que se dirige por naturaleza, y no en virtud de una decisión libre, la intencionalidad básica y fundamental de la aspiración racional. Pero en el plano de la elaboración racional, se llega primero a un concepto de fin último o bien perfecto, con unas características formales claras (único, autosuficiente, completo, deseado por sí mismo y nunca en vista de otra cosa), se pasa después a la pregunta por su contenido concreto, y solo entonces sale al paso la noción común de felicidad como una primera respuesta. Se trata de una respuesta vaga, ya que cada uno la concibe a su manera. Y es también una respuesta oscilante porque, por una parte, nos sale al encuentro inevitablemente en el ámbito de la investigación ética sobre el bien perfecto del hombre; mientras que, por otra parte, aparece ligada intuitivamente a la idea de placer. La conexión intuitiva entre la felicidad y el placer debe ser manejada con mucho cuidado, porque no puede ser ni completamente aceptada ni completamente rechazada. Se pudiera admitir que las nociones de felicidad elaboradas por los filósofos sean algo anti-intuitivas, pero no que lo sean enteramente y bajo todo punto de vista.
Pudiera parecer forzoso considerar, en definitiva, que la investigación ética debería afrontar el problema de la felicidad humana. Pero la felicidad no es la respuesta final, sino la inicial. La historia de la ética es posible que diera noticias de las principales respuestas que se han dado al problema de la felicidad a lo largo del tiempo, así como de la particular elaboración que ese concepto ha tenido en el ámbito del pensamiento cristiano.
Las críticas del eudemonismo
Quizá sea Kant quien ha dirigido críticas más fuertes al planteamiento ético eudemonista. Dejando de lado el hecho de que su información histórica acerca del pensamiento ético griego no es inmejorable, él pretende establecer una tesis filosófica: la felicidad es, y no puede no ser, una realidad hedónica, y por tanto una ética eudemonista será forzosamente una ética hedonista, que hace confluir en una figura unitaria dos realidades, la moralidad y la felicidad, que son esencialmente heterogéneas. La crítica kantiana depende del formalismo de su ética (una ética sin bienes ni fines), y el formalismo depende a su vez de su teoría del conocimiento. Todo queda sometido a una alternativa que no admite mediación alguna: o formalismo o hedonismo. Esta alternativa está bien lejos de ser verdadera.
Otra crítica importante es que el planteamiento eudemonista está centrado en el agente y en su felicidad, por lo que es en el fondo un planteamiento egoísta. Pero en realidad el eudemonismo se limita a dar toda su importancia al hecho de que la acción moral presupone y forma parte de un proyecto de vida elegido por la persona. No se ve razón alguna para pensar que subrayar la importancia ética de la elección de un género de vida implique que el género de vida elegido deba ser egoísta. Puede serlo o no serlo, pero esto no depende del planteamiento mismo. Este implica más bien el pleno reconocimiento de la justicia, de la solidaridad, de la generosidad y de todas las demás virtudes que miran y se fundamentan en el bien y en los derechos de nuestros semejantes, y no en los propios intereses.
La objeción puede recibir una formulación más sutil. El concepto de felicidad haría consistir el fundamento objetivo del valor moral en la resonancia subjetiva del bien adquirido, erigida prácticamente en valor absoluto, con lo que la vida moral quedaría viciada por el amor propio que, en el mejor de los casos, sería amor propio espiritual (placer de la buena conciencia, la alegría del buen obrar buscada por sí misma). Es posible responder que en la práctica, el amor propio espiritual es siempre un peligro posible para el ser humano. Pero se trata de un peligro que acecha a todo hombre, y que nada tiene que ver con el planteamiento ético expresado (también hay peligro de amor propio cuando alguien se considera kantianamente un fiel cumplidor del deber por el deber). Es inevitable que la vida y la actividad buena tenga o acabe teniendo, como toda actividad perfecta, una resonancia de signo positivo en el sujeto. Esta resonancia es una consecuencia del valor de la vida que se vive, pero no es el bien intencionalmente buscado.
Otra objeción importante afirma que el fin último o felicidad no es susceptible de recibir una determinación ética verdadera y que, por ello, no puede constituir el punto de referencia de una moral que pretenda ser objetiva y universal. La posibilidad de demostrar que un cierto tipo de vida es el mejor presupone una concepción metafísica general del mundo y de la existencia humana, y nosotros viviríamos ahora en una época post-metafísica. Dejando ahora de lado lo que se refiere a la posibilidad de la metafísica, cabe observar:
- Primer lugar, que la persona pone en juego necesariamente una concepción de la vida en cuanto que toma decisiones deliberadas sobre el modo de organizar sus actividades, y no en cuanto que se dedica a la metafísica. Y no es admisible la contradicción de afirmar que el obrar racional en cuanto tal presupondría un principio no controlable racionalmente.
- Segundo lugar, que no es verdad que la determinación ética del tipo de vida que es mejor para el hombre la pueda establecer solo un saber distinto de la ética como es la metafísica. Basta la reflexión ética sobre la experiencia moral para entender que ciertos tipos de vida son mejores que otros, y que existen modos de conducir la propia existencia que ninguno desearía ni para sí ni para las personas a las que ama.
Estos planteamientos no los dice solo el filósofo, los dicen también las personas que se muestran arrepentidas de haber planteado su vida durante años de una determinada manera, sin haber reflexionado lo suficiente (y sin haber sido ayudadas a reflexionar). Afirmar que la reflexión racional no puede iluminar la vida personal no es una respuesta aceptable para ellas.
Una crítica relacionada con la anterior considera que en la sociedad actual encontramos un pluralismo de proyectos de vida y de concepciones del bien humano. Por lo que se acabaría planteando la siguiente alternativa:
- Se renuncia a la pretensión clásica de establecer una jerarquía de valor entre las formas de vida que la experiencia ofrece.
- O bien se ha de renunciar a defender el ideal de la tolerancia, para el cual cada concepción de la vida es tan buena como cualquier otra, o por lo menos tiene el mismo derecho a existir y a ser reconocida.
La conclusión sería que hay que salvar la tolerancia, y para ello se debe renunciar a evaluar éticamente las concepciones de la vida: cada una de ellas es tan buena como cualquier otra, por lo menos a efectos prácticos. Esta objeción presupone la existencia de una cierta incompatibilidad entre la búsqueda de la verdad sobre el bien humano y el respeto de la libertad personal, y propone resolver esa pretendida incompatibilidad mediante el sacrificio de la verdad sobre el altar de la tolerancia, lo que parece no menos inaceptable que el extremo opuesto de sacrificar la tolerancia sobre el altar de la verdad. Insuperables motivos de orden filosófico, antropológico y ético impiden plantear el problema en estos términos: o verdad o tolerancia. Los dos términos de la alternativa son en realidad inseparables y no alternativos, como son inseparables y no alternativas la inteligencia y la libertad. No sería admisible que para ser libre haya que renunciar a la inteligencia, o que para vivir con inteligencia haya que renunciar a la libertad. Si consideraran esta objeción desde el punto de vista de la historia del mundo occidental, donde no han faltado episodios de intolerancia en nombre de la verdad, serían necesarios análisis mucho más largos y complejos, que sin embargo no cambiarían sustancialmente la cuestión de fondo.
Valoración final
El eudemonismo tiene su punto de partida en la constatación de que el curso de la vida obliga a tomar decisiones que la van configurando de una determinada manera. Es un hecho innegable, y no una teoría filosófica, que esas decisiones presuponen la adopción implícita o explícita de una idea acerca de lo que es bueno para la vida considerada como un todo. El eudemonismo constituye una interpretación adecuada de lo que ese hecho innegable significa para la vida y para la reflexión moral.
No se han ocultado las dificultades que presenta el concepto popular y prefilosófico de felicidad. Si la elaboración filosófica no es suficientemente cuidadosa, se pueden obtener concepciones hedonistas, egoístas o meramente hipotéticas (subjetivamente condicionadas) del principio moral. Sin embargo, esos errores, que ciertamente son posibles a la hora de determinar el contenido concreto del fin último o de la felicidad, no dependen del planteamiento mismo, ni tienen con él una relación más estrecha que la que puedan tener con cualquier otro.
Existe una relación entre la finalidad moral, la racionalidad y la justicia. La aspiración y el deseo sujeto a normas éticas siguen siendo aspiración y deseo, y por lo tanto han de tener un objeto, un fin. El planteamiento aquí estudiado no se limita simplemente a realzar este hecho. Su objetivo es más bien señalar cuál es el fin congruente con esas normas, el fin que las hace inteligibles y que constituye una motivación adecuada y positiva para su cumplimiento. Esto equivale a preguntar cuál es el bien o conjunto de bienes que es razonable y justo desear como fin último. Si esta pregunta no se plantea o no se resuelve, la fundamentación racional de las normas éticas, sobre todo de las normas que regulen de la vida personal o “privada”, se hace extremamente difícil, por no decir imposible. De hecho, gran parte de las éticas normativistas (no eudemonistas) renuncian explícitamente a elaborar una moral personal propiamente dicha. Para esas formas de ética lo que cada uno desea en su vida personal es una cuestión privada y libre; basta que se cumplan las reglas de justicia en todo lo que, por afectar a los demás, no se puede considerar “libre”. Incomprensiblemente, la moral comenzaría donde acaba la libertad y esta nacería donde aquella muere. Libertad y moral serían realidades opuestas que no pueden coexistir en el mismo espacio. La moral no podría ser nada más que odiosa represión, cuando en realidad la moral es una cualidad intrínseca de la libertad y de su autogobierno.
Texto de referenciaeditareditar código
- Rodríguez Luño, Angel (Mayo 2012). «Voz:Eudemonismo». Simón Vázquez, Carlos ed. Nuevo Diccionario de Bióetica (2 edición) (Monte Carmelo). ISBN 978-84-8353-475-5.
Bibliografía
- Pardo, Antonio (1992). Abbà, G, ed. Felicidad, Vida Buena y Virtud. Barcelona: Ediciones Universitarias Internacionales.
- Annas, J. (1993). The Morality of Happiness. Oxford: Oxford University Press. ISBN 9780199879649.
- Rhonheimer, Martín (2000). La Perspectiva de la Moral. Fundamentos de Ética Filosófica. Madrid: Rialp. ISBN 84-321-3282-9.
- Rodríguez Luño, A (2004). Ética General (5ta edición). Pamplona: EUNSA.
- Spaemann, Robert (1991). Felicidad y Benevolencia. Madrid: Rialp. ISBN 978-84-321-2689-5.
Referencias
- ↑ Sergio Sánchez, Migallón Granados (2012). «Utilitarismo». Enciclopedia filosófica on line. doi:10.17421/2035_8326_2012_SSM_1-1.