Neuroética
En los últimos años, el término Neuroética ha venido adquiriendo carta de naturaleza, especialmente en el entorno anglosajón, para tender una mirada ética sobre las cuestiones relacionadas con el sistema nervioso central. Parece ya incuestionable que está naciendo una nueva y consistente disciplina, que puede ser englobada dentro del más amplio de la Bioética
La aparición de la Neuroética en el contexto interdisciplinar de la Neurociencia
Para comprender el surgimiento de la Neuroética, conviene tener en cuenta el importante papel que tuvo la interdisciplinaridad en el nacimiento de la Neurociencia. En un principio, esta interdisciplinaridad surgió de forma natural entre las diversas disciplinas biológicas interesadas en el sistema nervioso normal y patológico, a las que también se unieron muy íntimamente la Psicología y la Psiquiatría. Sin embargo, en este clima de entendimiento entre ciencias para abordar la resolución de problemas comunes, era lógico que con el tiempo apareciese la preocupación por las cuestiones éticas. Y problemas tanto derivados del ejercicio directo de la práctica de la investigación sobre el cerebro, como los originados por las preguntas más generales y desafiantes, por así decir, que la Neurociencia se iba encontrando. Preguntas estas últimas que enseguida se subsumieron bajo el rótulo “relaciones mente-cerebro”, pero que por su propia naturaleza y dinámica desbordarían cada vez más dicho límite terminológico y conceptual.
La preocupación por los problemas éticos dentro de la Neurociencia obedece a dos fenómenos que coinciden en el tiempo. Por una parte, hay que tener en cuenta que la Neurociencia es una disciplina que nace en el seno de un magma científico donde la tecnología biológica se empieza a desarrollar de manera vertiginosa. La Bioética pretende dar respuesta ética a este avance técnico de las ciencias de la vida y de su aplicación en la Medicina y en las disciplinas asociadas a ella. Lógicamente, la Neurociencia no escapa a esta tarea ética, pero con la ventaja de ir atisbando poco a poco esta interacción entre Ética y Neurociencia como un campo privilegiado para el estudio interdisciplinar y de fecunda repercusión social. Por otra parte, el propio avance tecnológico en la Neurociencia hace que los problemas por investigar se vayan desplazando en esta ciencia hacia problemas más relacionados con el interior del hombre, con su enfermar, con sus funciones cognitivas y emocionales. Esto, junto a los grandes enigmas que plantea la mente humana y a la irrupción social de las enfermedades mentales con terapias que resultan eficaces mediante la modificación de la biología cerebral, centra el desarrollo de la Neuroética también en un contexto interdisciplinar mucho más amplio que las llamadas relaciones mente-cerebro.
La Neurociencia más moderna e interdisciplinar tiene una narrativa histórica sincrónica con respecto a la Bioética. Los cuatro principales campos temáticos de la Bioética son: el inicio y final de la vida humana, las relaciones médico-paciente y la experimentación animal; y todos ellos pueden relacionarse con la Neurociencia de forma muy sencilla. Por una parte, la configuración morfofuncional del sistema nervioso y de su enfermar, estarían en la base de los problemas del inicio y el final de la vida humana. Para algunos bioéticos el inicio de esta última tiene relación con lo que ellos piensan que es la configuración unitaria y cerrada de los sistemas biológicos en el embrión humano alrededor de la octava semana del desarrollo embrionario. Las enfermedades neurodegenerativas y la pérdida de conciencia de los enfermos terminales están también en el centro del enconado debate ético sobre la eutanasia. Por otra parte, en la medicalización de la Medicina y en la experimentación animal la Neurociencia también ha estado presente de una forma relevante en los últimos años. Es lógico, por tanto, que los problemas éticos ligados al estudio del sistema nervioso (a su enfermar, a su manipulación, a su relación con otras disciplinas) se vayan configurando paso a paso como problemas éticos de gran relevancia. Se podría decir que el estudio de la dimensión ética de la Neurociencia desemboca naturalmente en la formación de una subdisciplina bioética específica. [1]
Pero ¿por qué la Neuroética surge entonces con un perfil tan propio, con un aspecto distintivo respecto a la Bioética en general? Para responder a esta pregunta conviene considerar dos hechos. Primero, que la Neurociencia es quizá la disciplina biológica que más potencial mediático está teniendo en los últimos años. La importancia que se está dando a las funciones del sistema nervioso en una sociedad del conocimiento cada vez más hormada por los medios de comunicación, así como la creencia de claro corte cientificista según la cual podemos mejorar o manipular nuestro cerebro para ser mejores o para aminorar las deficiencias de una humanidad en peligro —muchas veces frente a ella misma— hace que la Neuroética pueda verse también como forma de contención o control y como un claro corolario de desarrollo interdisciplinar. No obstante, esta importancia otorgada es más teórica que práctica, puesto que aunque nuestro conocimiento del cerebro en los últimos años ha crecido mucho, no hemos conseguido unas respuestas claras y sistemáticas para comprender cómo funciona el cerebro en su conjunto de forma unitaria, y para la superación terapéutica de las enfermedades neurodegenerativas o mentales.
El segundo hecho es que esa perplejidad de la Neurociencia ha sido vista como una limitación tanto de contenido como metodológica. ¿Cómo podemos enfocar realidades humanas éticas (tales como la decisión libre, el sentimiento de culpa, el sentido de responsabilidad, la conciencia del deber u obligación moral, las convicciones acerca de lo correcto y de lo bueno, la búsqueda de la felicidad humana, etc.) basándolo en una estructura biológica —o al menos buscando sólo su relación con ella— de la que ni siquiera podemos presentar una teoría coherente de su funcionamiento global? Ante cuestiones de tanta importancia, sólo queda una actitud interdisciplinar de colaboración y de ayuda.
De esta manera, se comprende que algunos neurocientíficos hayan visto la alianza de la Neurociencia con la Ética (o con la Filosofía en general) como otra forma de abordar las grandes preguntas que cada vez con más frecuencia afloran como relevantes en sus investigaciones: ¿qué es el hombre?, ¿podemos controlar nuestro cerebro?, ¿existe la libertad?, ¿es posible utilizar la Neurociencia para luchar contra el crimen, el terrorismo u otras lacras sociales que nos invaden?
Definición conceptual y programática de la Neuroética
La reunión de San Francisco en 2002
La reunión celebrada en mayo de 2002 en San Francisco (California) supuso el verdadero arranque oficial y programático, por así decir, de la Neuroética. Este congreso, patrocinado por la Dana Foundation y organizado por las Universidades de Stanford y California en San Francisco, congregó a unos 150 especialistas de muy diversos campos para estudiar y analizar las implicaciones éticas y sociales de la investigación sobre el cerebro. Las distintas ponencias de este encuentro se transcribieron en el libro Neuroethics. Mapping the Field [2]
En la nota del editor se explica el fin de esta conferencia o reunión de una manera que prácticamente se ha acuñado ya como definición de la Neuroética:
- «El estudio de las cuestiones éticas, legales y sociales que surgen cuando los hallazgos científicos sobre el cerebro son llevados a la práctica médica, a las interpretaciones legales y a las políticas sanitarias o sociales. Estos hallazgos están ocurriendo en campos que van desde la genética o la imagen cerebral hasta el diagnóstico y predicción de enfermedades. La Neuroética debería examinar cómo los médicos, jueces y abogados, ejecutivos de compañías aseguradoras y políticos, así como la sociedad en general, tratan con todos estos resultados» [2].
En muy poco tiempo después de 2002, el término Neuroética se puso en boca de muchos investigadores neurocientíficos y de otros procedentes de campos humanísticos, jurídicos, sociales y periodísticos. Los contenidos señalados por los diversos investigadores en esta materia reflejan que sus respectivas definiciones de Neuroética tienen mucho que ver con el ámbito de estudio que pretenden abordar, así como con lo que entienden por Ética en general.
La definición más conocida es la aportada por el periodista W. Safire en aquella reunión de San Francisco:
- «El examen de lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo, acerca del tratamiento, perfeccionamiento, invasiones o manipulaciones del cerebro humano» [3].
Esta definición se completa con la que dan Judy Illes y Thomas Raffin según la cual la Neuroética es una nueva disciplina bioética que ha surgido de manera formal en 2002 para agrupar todos aquellos temas teóricos y prácticos que tienen consecuencias morales y sociales en las ciencias neurológicas, tanto en el laboratorio como en la atención sanitaria o en la vida social. [4] .
Sin embargo, aunque la Neuroética se concibe aquí como ciencia interdisciplinar, la explícita mención a las ciencias neurológicas da a entender que la idea de Neuroética se refiere todavía, sobre todo, a los efectos de las enfermedades del sistema nervioso. Esta vinculación va a ir cambiando muy rápidamente a lo largo de estos últimos años hasta llegar a una visión de la Neuroética más compleja y articulada que abarque temas más filosóficos, como es el caso de la conciencia de sí mismo, del enfermar psiquiátrico, de la libertad o de la mejora cerebral en el futuro o la manipulación mediante intervenciones externas sobre nuestro cerebro.
Por ello parece acertado abrir más el campo de la Neuroética desde el momento mismo de su definición. Y una forma amplia de definirla es la que propone Kemi Bevington. Esta divulgadora científica define la Neuroética como el estudio de las cuestiones éticas, legales y sociales que surgen cuando los hallazgos científicos acerca del cerebro son llevados a la práctica médica, a interpretaciones legales o a políticas sociales o sanitarias. A medida que la Neurociencia avanza en nuevos e inexplorados territorios de investigación, sigue comentando Bevington, aumentarán también el calado y la complejidad de las cuestiones sobre la responsabilidad moral y la identidad humana; y no es nada aventurado suponer que incluso podrían surgir otros problemas referidos a la relación entre biología y las creencias religiosas. [5]
Los cuatro grandes bloques en los que se dividieron los temas tratados sobre Neuroética en la reunión de San Francisco fueron:
- (a) La ciencia neural y el yo.
- Se incluyen temas como la relación de la Neurociencia con la libertad y la responsabilidad, las bases biológicas de la personalidad y de la conducta social, la neurobiología de la elección y de la toma de decisiones y, finalmente, el amplio capítulo de la autoconciencia.
- (b) La ciencia neural y las políticas sociales.
- Se encuentran temas como la responsabilidad personal y criminal, el estudio de las memorias verdaderas y falsas, la educación y los procesos de aprendizaje, las patologías sociales, la privacidad y la predicción de futuras patologías cerebrales.
- (c) Ética y la práctica de la ciencia neural.
- Trata de la Ética de la práctica clínica de la ciencia neural, y ahí se incluían temas como la farmacoterapia, la cirugía y uso de células estaminales en el sistema nervioso, la terapia génica, las prótesis neurales y los parámetros en los que se debe establecer la investigación y el tratamiento de las patologías nerviosas. Cuestión también verdaderamente paradigmática desde el punto de vista ético ha sido la utilización de las células estaminales embrionarias en el cerebro adulto de pacientes con patologías neurodegenerativas y la estimulación cerebral profunda en las enfermedades mentales. Respecto a ello, el artículo de Mayberg y colaboradores representa un hito histórico [6].
- (d) La ciencia neural y el discurso público.
- Se refería a las relaciones de la ciencia neural con el discurso público y la formación, y ahí se podrían tratar temas como la formación de los jóvenes investigadores tanto clínicos como básicos y el estímulo para una comprensión adecuada de los problemas tratados, así como su oportuna divulgación e información a los medios de comunicación social.
En un artículo más reciente, Illes y Bird, siguiendo una clasificación de temas neuroéticos muy similar, han articulado estos cuatro grandes apartados de una manera más concisa y elegante. Según estos autores, los cuatro grandes objetivos de la Neuroética se reducen a:
- (1) Neurociencia del yo, del actuar y de la responsabilidad;
- (2) Neurociencia y políticas sociales;
- (3) Neurociencia en la práctica clínica; y
- (4) Neurociencia en el discurso público y en la formación [7].
Presencia de esta disciplina en internet
En primer lugar, hay que constatar que no existe ninguna entrada en castellano con la palabra Neuroética. Cuando acudimos a la voz inglesa Neuroethics encontramos habitualmente la citada definición de Safire y la división -común en los principales investigadores- de dos tipos de problemas. El primero hace referencia a aquellos que se suscitan, sobre todo, con el avance de las técnicas de imagen cerebral, de la psicofarmacología o de los implantes cerebrales. La segunda categoría de problemas tiene que ver con los problemas éticos que se suscitan con el aumento de nuestro conocimiento de las bases (neuro)biológicas de la conducta, la personalidad, la autoconciencia o los estados de trascendencia espiritual.
Esta doble categoría de cuestiones que trata la Neuroética es realmente interesante, porque esta comprensión dual, y por tanto más amplia, de la Neuroética es acertada y de gran ayuda para una reflexión interdisciplinar fecunda.
Neuroética como criterios éticos
No es este el lugar para presentar las distintas propuestas acerca de qué medidas éticas determinadas han de tomarse en la aplicación de la Neurociencia, esto es, los concretos planteamientos neuroéticos ideados, sino poner de manifiesto la conciencia general de la necesidad de establecer nuevos criterios éticos específicos, algo que justifica la nueva disciplina de la Neuroética.
A la vista del progreso de la Neurociencia, es comprensible que la comunidad científica, y la sociedad en general, se preocupen cada vez más por sus posibles consecuencias, teniendo en cuenta, por ejemplo, actuaciones médicas como la nueva psicofarmacología, las técnicas de estimulación cerebral profunda, los implantes mecánicos u orgánicos, los avances en la neuroimagen o el diagnóstico precoz de enfermedades mentales.
Es cierto que la ciencia busca el buen fin de conocer. Pero la ciencia moderna busca conocer para actuar; busca poder manipular y dominar. Naturalmente, esta aplicación del conocimiento ha supuesto para la humanidad unas posibilidades de mejora incalculables. En concreto, la Medicina va logrando diagnosticar, aplicar terapias adecuadas y exitosas, así como prevenir cada vez más enfermedades. Pero para ello es necesario la manipulación y la intervención. Sin embargo, desgraciadamente no faltan casos de manipulaciones dirigidas hacia fines diversos, hacia fines que nadie duda en calificar como inmorales: los experimentos científicos que utilizaban personas como material de experimentación en los campos de concentración, la eugenesia aplicada a los más débiles o a una determinada etnia, los sofisticados instrumentos de tortura, etc. Pero el caso es que, a la vista de cómo se está desarrollando la Neurociencia, estos peligros se agigantan. Las posibilidades de manipulación de los individuos penetran hasta donde antes nunca se había podido. Y las consecuencias de esas intervenciones no sólo son muchas veces irreversibles, sino también bastante desconocidas. Por otro lado, no sólo hablamos de daños infligidos, sino de intromisiones en el ser humano que parecen no dejar espacio a la hasta ahora inexpugnable identidad e intimidad del hombre.
De esta manera, la reacción lógica ha sido —como en otras ocasiones— la de señalar ciertos criterios éticos que, a modo de diques, contengan la investigación y la aplicación de la Neurociencia dentro de un uso que se considera legítimo o no lesivo.
Ahora bien, los neurocientíficos más relevantes se percatan de que las preguntas que surgen dentro de la Neurociencia y en su aplicación exceden el planteamiento de unos criterios éticos reguladores. Es decir, no sólo se trata de una actividad que ha de ser controlada, sino de una actividad que por sí misma cuestiona la esencia del ser humano e incluso a sí misma como actividad cognoscitiva. Además, no pocos perciben con preocupación las repercusiones también sociales de dicha investigación [8]. En definitiva, «la investigación neurológica puede transformar de forma radical nuestra imagen del hombre y consecuentemente el fundamento de nuestra cultura, la base de nuestras decisiones éticas y políticas» [9]. Esto es precisamente lo que caracteriza y justifica la especificidad de la Neuroética: la ética de una ciencia, la Neurociencia, cuyas posibilidades de actuación en dimensiones y campos diversos se extienden hasta límites hasta ahora impensables y que aún no conocemos.
Neuroética como vértice de preguntas éticas y metodológicas
En realidad, todo sistema de criterios éticos plantea, por su propia naturaleza, preguntas más allá del uso de la actividad que regula. Precisamente la pregunta de ¿por qué tenemos miedo de que la ciencia se vuelva contra el hombre?, o señalar de qué hay que defender al ser humano, exige plantearse qué defendemos exactamente en el ser humano, y por qué. Toda regulación ética se basa, consciente o inconscientemente, en unos presupuestos sobre su fundamento.
Ciertamente, buena parte de la cultura científica actual dirá: pero, ¿no nos está diciendo justamente la ciencia no sólo cómo puede llegar ella a intervenir, sino también —por fin— lo que realmente es el hombre?; ¿no deberíamos, más bien, aceptar en bloque la respuesta científica sobre el ser humano y eliminar miedos propios de otras épocas y fuentes?; ¿no es más sensato y pacífico abandonarnos en manos de los científicos expertos y orillar otro tipo de discusiones que a menudo se presentan insolubles? De acuerdo con este planteamiento, la Neuroética consistiría en el estudio de las bases neurobiológicas de la conducta que llamamos ética. Sin embargo, pueden alegarse dos objeciones en contra de esta propuesta de apartar de la vista las preguntas sobre el fundamento de la regulación ética. Primera, que esa sugerencia es ya una respuesta de carácter fundamental, un presupuesto en el plano del fundamento de la persona humana y de lo que de ella hay que proteger o no; y justo eso es lo que trata de discutir. Es viejo el sofisma que trata de eliminar la discusión de un problema introduciendo sin debate y de antemano una solución al mismo. La segunda objeción suele presentarse como más débil, pero en realidad es muy importante y profunda. Se trata de preguntarse seria y honradamente si podemos de verdad entregarnos sin reservas a la ciencia. Parece evidente que el testimonio de la conciencia más íntima no puede evitar concebir, para la manipulación científica, unos límites de los que estamos convencidos. Asimismo y por eso, no podemos evitar pensar en datos y concepciones que no son científicos, y que justamente limitan la aplicación científica. Unos datos y conocimientos que tal vez tampoco son estrictamente filosóficos —quiere decirse, pensados filosóficamente—, sino de lo que podría llamarse conocimiento espontáneo, natural. Pero son contenidos de los que estamos realmente convencidos gracias a que se presentan intuitivamente de modo inmediato, evidente.
De este modo se abre, por un lado, un conjunto de cuestiones sustantivas acerca de los presupuestos fundamentales del ser humano. Y por otro, el problema metodológico del acceso y fiabilidad de esos contenidos.
En cuanto a las cuestiones sustantivas, hay quien sugiere que ese conjunto de preguntas, por así decir, no pertenece estrictamente a la Neuroética, sino que habría que buscar para él y su estudio un nuevo término: “neurofilosofía” o “neuroantropología” [10]. Pero hoy parece ya asentado el término “Neuroética” también para estos interrogantes ciertamente filosóficos y antropológicos. Sea como sea, es un hecho que en los diferentes planteamientos de la Neuroética lo que realmente está en discusión son esas preguntas fundamentales: si el ser humano es sólo un organismo biológico o algo más, si su libertad es algo aparente o real, si puede hablarse a la postre de responsabilidad, si sus emociones o sentimientos son simplemente epifenómenos del sistema neurobiológico o no, etc.
En este plano, la Neuroética puede verse, entonces, más que como una ciencia nueva (ciencias auténticas son la Neurociencia y la Filosofía o la Ética, en sentido clásico), como un conjunto de preguntas sobre lo más radical e íntimo del hombre. Preguntas en las que ya no se trata de su origen (como en el caso de la discusión en torno al evolucionismo), ni de su diferencia con una máquina (como en la discusión de la Filosofía de lo mental y de la inteligencia artificial). Ahora nos encontramos con los grandes temas que definen su vida más íntima, su vida más personal, su vida moral: la libertad, la responsabilidad, los sentimientos,… En cierto sentido, puede decirse que la ciencia experimental ha llegado, desde sus primeros orígenes físicos y fisiológicos, al núcleo más personal humano: su núcleo ético o moral. Por este motivo, sí parece adecuado el término Neuroética para designar este nuevo campo de problemas o esta nueva perspectiva desde la que estudiar esas cuestiones del ser humano.
Con otras palabras, la Neurociencia aparece, por así decir, como el umbral donde la ciencia ya no puede obviar estas cuestiones últimamente personales. Y aquí es donde aparece la otra vertiente de problemas: la cuestión metodológica, no menos importante que la de los contenidos.
Desde este punto de vista del método, no es difícil advertir que históricamente a menudo esas dos ciencias (la experimental y la filosófica o ética) se han enfrentado entre sí. Un enfrentamiento que consistía prácticamente en una pugna por hacerse con el objeto más misterioso y profundo del universo, y al mismo tiempo el que más interesa: el ser humano. La Neuroética ha venido a convertirse precisa y definitivamente en el campo, si se permite la expresión, de esta batalla.
Sin embargo, la misma Neuroética parece estar aportando un elemento nuevo en este debate; nuevo, al menos, en la tradición de las ciencias modernas cada vez más especializadas. Dicho elemento o factor es la necesidad, percibida por los neurocientíficos, de incorporar en sus investigaciones y discursos argumentos procedentes de diversas ciencias (Biología, Neurología, Psiquiatría, Psicología,…). Esta novedad hace posible superar la relación entre las ciencias en clave de enfrentamiento, y empezar a ver esa relación como una oportunidad de encuentro interdisciplinar fecundo para todas las partes. Esa necesidad de auténtica relación y diálogo entre diversas ciencias abre un campo de reflexión de gran importancia. La Neuroética ofrece, por lo tanto, un campo fértil donde brota la cuestión de la naturaleza de la interdisciplinariedad misma. Y de este modo, la discusión metodológica de la Neuroética se convierte en una discusión sobre cómo mirar aquel conjunto de preguntas sobre el ser y obrar humanos, sobre cómo plantearlas sin forzar aquello por lo que nos preguntamos, sobre cómo interpretar las hipotéticas repuestas sin desfigurar los datos de partida.
Al final, en realidad, dichas preguntas metodológicas terminan siendo también preguntas sustantivas, de contenido. Vienen a ser preguntas acerca de la naturaleza de la ciencia, de nuestro saber y de nuestra experiencia. Por ejemplo, en ese contexto nos preguntamos qué ciencias pueden y deben entrar en diálogo: ¿sólo las ciencias experimentales entre sí o también otras formas de saber (como la Filosofía) que en otro tiempo y sentido fueron consideradas como ciencias? Cuestión que inmediatamente pone delante la que inquiere ¿a qué llamamos ciencia?, o ¿qué significa saber?, o también ¿qué tipo de experiencia podemos considerar como fuente de saber? Antes se hablaba de convicciones irrenunciables que oponemos a posibles abusos de la ciencia: son convicciones de algo que intuimos, más que demostramos. Éste sería el lugar para preguntarse: ¿hasta qué punto es fiable, e incluso más segura, la intuición que la demostración?, ¿son dos modos de conocimiento realmente excluyentes o cabe a su vez una relación que favorezca la cooperación del conocimiento? Todo esto podría ser una discusión simplemente académica o de matiz si no estuviera en juego aquello de lo que la Neurociencia y la Neuroética tratan: el ser humano del modo más íntimo y radical.
El cuadro presentado puede parecer, quizá, exageradamente pesimista o dramático. Pero deja de serlo cuando se consideran, por ejemplo, propuestas en ámbitos como la dignidad humana o el derecho a la vida. O cuando observamos que en Psiquiatría la tendencia avanza en la dirección de considerar a la persona como puro ser biológico más que como ser también capaz, cognitiva y emotivamente, de tener y dirigirse por un sentido de la vida. Así, la psicofarmacología gana terreno a pasos de gigante en detrimento de la psicoterapia, en la que ya no se cree [11]. Y esto aun cuando la Psiquiatría ha visto muchas veces la psicoterapia y el sentido de la vida (sobre todo en su brillante periodo del primer tercio del siglo XX en Alemania, con figuras como Karl Jaspers o Kurt Schneider) como algo central en ella.
No es difícil ver que lo que la Neuroética se está planteando en realidad es nada menos que la ciencia experimental misma, y con ella su idea de experiencia y su idea de racionalidad. Sin duda, se impone un debate muy necesario hoy. Muy necesario porque la modernidad planteó inconscientemente esas preguntas, y su embriaguez de progreso impidió la reflexión sobre ellas. El pensamiento posmoderno actual, en cambio, ha visto muy bien las quiebras y la crisis que la ciencia ya barrunta, pero ha desistido de proponer una solución, abandonando al hombre a un vacío sin precedentes. Lógicamente, la sola ciencia, ante tamaña tarea, está entrando necesariamente en crisis. Se ve a sí misma en la situación de dar esas respuestas, a la vez que de comprenderse a sí misma. Y, según parece, la Neuroética en este sentido amplio constituye una ventana privilegiada, una oportunidad para abordar tan crucial discusión.
En definitiva, la Neuroética se presenta, así, como la oportunidad para iniciar un diálogo interdisciplinar profundo. En ella se ven claramente los límites conceptuales (aunque no los técnicos) de la Neurociencia, y al mismo tiempo se plantean desde la ciencia las cuestiones más profundas sobre el ser y obrar humanos. Se trata entonces, por un lado, de una excelente oportunidad para que científicos y filósofos dialoguen. Y por otro lado, constituye a la vez una exigente llamada a la responsabilidad dirigida a la comunidad académico-científica a la vista de las repercusiones crecientes que la ciencia está teniendo en individuos y en la entera sociedad.
Origen y desarrollo de la Neuroética
Eventos preparatorios y principales hitos institucionales
Como primer gran evento que contribuyó al origen de la Neuroética puede señalarse la fundación de la International Brain Research Organization (IBRO) en 1961, auspiciada por la UNESCO. Sus orígenes se remontan a una reunión de investigadores en electroencefalografía cerebral celebrada en Londres en 1947, que llevó a la creación de la Federation of EEG and Clinical Neurophysiology. En otra reunión de esta Federación y otros grupos de investigación en Moscú, en 1958, se tomó por unanimidad la decisión de crear una organización internacional que agrupase a todos los investigadores del cerebro. Unos años después, en 1969, tiene lugar el nacimiento de la Society for Neuroscience. Sin embargo, estas sociedades se concentraban en la promoción de la investigación científica sobre el cerebro y prestaban muy poca atención a las implicaciones éticas o sociales de tales investigaciones. Por esta razón, la Society for Neuroscience americana puso en marcha, en 1972, un Comité de Responsabilidad Social (Committee on Social Responsibility), que más tarde llegaría a ser el Comité de Cuestiones Sociales (Social Issues Committee). Tal organismo tiene la misión de informar a todos los miembros de la Society of Neuroscience y al público general sobre las implicaciones sociales de los estudios del sistema nervioso. Este comité fue especialmente importante para establecer las diferentes regulaciones éticas en el uso de los animales de experimentación, en particular de los primates no humanos. En 1983, dicho comité inició unas mesas redondas anuales sobre temas sociales, la primera de las cuales se dedicó a las diferencias sexuales en el cerebro. En años posteriores, estas reuniones se dedicaron a temas tales como la mejora cognitiva, cuándo comienza la “vida” cerebral, la muerte cerebral, la neurotoxicidad de los aditivos alimentarios y el uso de células fetales para el tratamiento de enfermedades neurológicas.
R. E. Cranford acuña el término “neuroético” (“neuroethicist”) al hablar del neurólogo como asesor ético y como miembro de los comités éticos institucionales [12]. Según él, con el aumento de problemas éticos en la práctica neurológica, la presencia de neurólogos expertos en tratar estos problemas facilitará adecuadamente su solución satisfactoria. Se trata de la primera vez que el término “neuro” se asocia explícitamente al de “ética”. Otras dos publicaciones relevantes para determinar las raíces de la Neuroética se deben a Patricia Churchland en 1991 [13], y a A. Pontius en 1993 [14]. En la primera, la profesora Churchland de la Universidad de California (en San Diego) plantea desde el punto de vista filosófico las cuestiones éticas relacionadas con la concepción que tenemos de nosotros mismos. En la segunda, Pontius reflexiona sobre los aspectos neurofisiológicos y neuropsicológicos del desarrollo de los niños y de su educación.
Sin embargo, el verdadero arranque de los estudios propiamente de Neuroética se produce en la reunión en San Francisco en 2002. En el año siguiente se produjo otro acontecimiento decisivo para la historia de esta disciplina: la Society for Neuroscience organizó por primera vez una importante conferencia sobre Neuroética. En 2005 la misma sociedad empezó a convocar también conferencias sobre el diálogo entre la Neurociencia y la sociedad que han llegado a ser muy conocidas en los medios de comunicación. Esta sociedad científica comenzó a asumir que los temas relacionados con la Neuroética habían pasado a ser de objeto de especial interés a parte integrante de su misión. Y finalmente, en 2006, se constituye la Neuroethics Society en una pequeña reunión celebrada en Asilomar (California). La propia Neuroethics Society se define como un grupo de estudiosos, científicos, clínicos que, junto a otros profesionales, comparten un interés por las repercusiones sociales, legales, éticas y políticas de los avances de la Neurociencia. La Neurociencia, afirman, está proporcionando muchos datos que pueden ayudar a conseguir mejor nuestros objetivos, a entendernos mejor a nosotros mismos como seres sociales, morales y espirituales. El objetivo principal de esta sociedad es el de promover el desarrollo y la aplicación responsable de la Neurociencia a través de una investigación interdisciplinar e internacional, de la educación y del compromiso social para el beneficio de todas las naciones, razas y culturas. Sin embargo, para muchos uno de los retos más importantes que tiene esta nueva sociedad, dedicada específicamente a aunar a las personas interesadas en la Neuroética, es establecer una relación fluida y positiva con la Society for Neuroscience.
Dos hitos en cierto modo institucionales son también sendos editoriales aparecidos en dos prestigiosas revistas, Nature (del Reino Unido) y Science (de los Estados Unidos), que han tenido un notorio impacto en la comunidad científica internacional. En ambos escritos se insiste claramente en la importancia de la Neuroética como disciplina de gran proyección en la sociedad actual, que tanta relevancia está otorgando a los estudios del cerebro, y donde la tecnología para la investigación y la terapia de enfermedades neurológicas y mentales se está desarrollando a muy rápidamente. Por otra parte, también se advierte la repercusión social que contienen estos estudios para la seguridad de los países, entre otros campos. Precisamente en esto último es en lo que incide de manera directa el primero de los editoriales. Éste tiene como ocasión el inicio de dos nuevas empresas (llamadas No Lie MRI y Cephos) que desarrollan investigación en imagen cerebral para aplicarla como detector de mentiras u otras medidas relacionadas con la seguridad de la sociedad. El editorial sostiene que «en el futuro, las personas dedicadas a la ética se deben preocupar más de si un día estas técnicas de imagen pudieran ser utilizadas para discernir o poner de manifiesto los secretos más íntimos de la gente. La sociedad tiene en sus manos, por primera vez, una herramienta con la que detectar la mentira, y esto podría traer consecuencias muy profundas sobre la privacidad individual y los derechos humanos» [15] . El otro editorial está firmado por Henry Greely del Stanford Centre for Biomedical Ethicsde la Universidad de Stanford. Allí, Greely hace un recorrido apresurado pero incisivo por las principales cuestiones que trata la Neuroética, partiendo del hecho de que la Neurociencia es una disciplina biológica que se ha expandido de manera extraordinaria. Y concluye afirmando que es necesario que la financiación de la Neurociencia vaya pareja a la preocupación para apoyar y respaldar estudios de Neuroética que permitan controlar esas investigaciones y su repercusión en la sociedad: «Pero financiar la ciencia sin ayudar el trabajo para desarrollar adecuadamente sus consecuencias sociales asegurará que la revolución neurocientífica pueda traer, junto a grandes avances científicos y médicos, mucho dolor y caos» [16].
Por otra parte, desde marzo de 2008 la editorial Springer publica ya una revista específica sobre la nueva disciplina titulada Neuroethics, bajo la dirección de Neil Levy.
Finalmente, desde la perspectiva académica cabe destacar la reciente fundación de dos centros de investigación dirigidos a la Neuroética. En primer lugar, la Universidad de British Columbia en Vancouver (Canadá) erigió en 2007 el National Core for Neuroethics con la misión de analizar y estudiar las implicaciones éticas, legales, políticas y sociales de la investigación neurocientífica. El otro centro es elThe Wellcome Centre for Neuroethics, constituido por la University of Oxford (Reino Unido) en 2009, cuyo objetivo es el estudio de “los efectos que la Neurociencia y las neurotecnologías tendrán en diversos aspectos de la vida humana”. En su declaración de intenciones concreta cinco áreas de investigación: la mejora cognitiva; las fronteras de la conciencia y los daños neurales severos; la libertad, la responsabilidad y la adicción; la Neurociencia de la moralidad; y la Neuroética aplicada.
Algunas publicaciones y aplicaciones concretas
Aquí intentamos ofrecer tan sólo una visión conjunta de algunos trabajos y libros que se han publicado sobre Neuroética en los últimos años, muchos de los cuales han aparecido en revistas científicas de reconocido prestigio internacional. Lo común a todos ellos es su decidido e inevitable diálogo interdisciplinar. Un diálogo que en algunos autores es más abierto y fecundo que en otros, pero que en cualquier caso se percibe ya como una necesidad ineludible.
Adina L. Roskies
Esta investigadora publicó en 2002 el trabajo Neuroethics for the New Millenium en la revistaNeuron. Roskies es docente e investigadora en el Departamento de Filosofía del Darmouth College en Hanover (New Hampshire), y su trabajo se centra en el estudio de la libertad y de las implicaciones legales de la Neurociencia. En su contribución sistematiza el campo de esta nueva disciplina en dos grandes apartados: la ética de la Neurociencia y la neurociencia de la Ética.
Dentro de la Ética de la Neurociencia, Roskies distingue a su vez dos clases de cuestiones a las que se enfrenta la Ética en su encuentro con las disciplinas neurocientíficas: las relacionadas con la práctica ética en el desempeño de las investigaciones neurobiológicas en general, y las que conciernen a la evaluación del impacto ético y social de los resultados obtenidos con las técnicas de experimentación neurobiológica. Nuestra autora denomina “ética de la práctica (neurocientífica)” a lo primero; y a lo segundo, “implicaciones éticas de la Neurociencia”. En el primer apartado encontramos aquellas cuestiones que regulan la realización de los experimentos neurocientíficos de acuerdo con los códigos de conducta éticos tanto en aquellas disciplinas básicas de la Neurociencia como en su aplicación a la clínica (por ejemplo, en el tratamiento de las enfermedades neurodegenerativas o mentales). El segundo conjunto de problemas se refiere a cómo utilizar todos los conocimientos que estamos logrando a través de la Neurociencia para configurar mejor la sociedad y plantearse así el comienzo de la vida humana, la muerte o qué significa ser humano y si es posible transformar la humanidad en algo mejor. Lógicamente, las conclusiones que se obtengan en este apartado configurarán el modo en el que se deban aplicar los criterios éticos en el ejercicio de la Neurociencia y en sus correspondientes aplicaciones clínicas.
Con respecto a la Neurociencia de la Ética, el supuesto de Roskies es que la Ética se ha basado tradicionalmente en conceptos como el libre albedrío, el autocontrol, la identidad personal y la intención. La novedad ahora es que todas estas nociones de la teoría ética se pueden explorar de alguna manera dentro de la Neurociencia. Es verdad que esta visión de la Neuroética, según Roskies, está mucho menos desarrollada que la reflejada en el apartado anterior, pero los avances de la ciencia neural podrán aportar resultados en este campo de manera vertiginosa en los próximos años. La investigadora americana sugiere que en el núcleo de la investigación de la Neurociencia surgen las preguntas sobre lo más radical de nuestro ser y de nuestro actuar: ¿cómo influye el cerebro en nuestra manera de encarar los problemas morales de nuestra sociedad?, ¿podemos modificar los principios morales mediante alteraciones biológicas?, y muchas más preguntas sobre la esencia de nuestra autoconciencia y de nuestro actuar libre. En realidad, el primer ámbito de cuestiones (la ética de la Neurociencia) se subsume en el segundo (la neurociencia de la Ética), pues, según Roskies, el entendimiento de la propia Ética desde la perspectiva neurobiológica cambiará el modo en que la aplicamos a la investigación básica y clínica de la Neurociencia.
Judy Illes
La actividad de Judy Illes ha sido decisiva para difundir la importancia de la Neuroética a través de sus investigaciones y publicaciones sobre la Ética de la neuroimagen (entre otras, el libro Neuroethics: defining the… [17] y el artículo “Neuroethics: a modern…” [18] . Actualmente, trabaja en la Universidad de British Columbia en Vancouver (Canadá), donde dirige el National Core for Neuroethics.
El artículo que queremos resaltar aquí fue publicado en la revista Brain and Cognition en 2002 junto con Thomas Raffin [19] . En él, Illes y Raffin se adentran en la nueva disciplina de la Neuroética desde el contexto de la neuroimagen, cuyo desarrollo ha crecido exponencialmente en las últimas dos décadas de la investigación neurocientífica. Las avanzadas técnicas de neuroimagen posibilitan obtener imágenes de realidades que van desde el cerebro del feto en el seno materno hasta los patrones de activación cerebral asociados con procesos cognitivos o conductuales tanto en la infancia como en individuos adultos. El artículo es la presentación de un número especial de la citada revista sobre la perspectiva ética de la neuroimagen, y muestra que la neuroimagen ocupa un lugar central en la investigación cerebral y, lógicamente, también en los procesos integrativos de la Neurociencia con otras disciplinas; en nuestro caso concreto, con la Ética.
Martha Farah
La Profesora Martha Farah es la directora del Center for Cognitive Neuroscience de la Universidad de Pennsylvania. Su artículo publicado en 2002 [20] y el de 2005 [21] delinean con bastante claridad su idea de esta nueva disciplina bioética.
En el primero se propone revisar las principales cuestiones éticas suscitadas por los desarrollos neurocientíficos. Se concentra en tres: la mejora de la función normal del cerebro, la intervención sobre el sistema nervioso central ordenada por un tribunal de justicia y la llamada “lectura cerebral”.
Con respecto a la mejora de la función normal del cerebro, del estado de ánimo, así como de las funciones cognitivas o vegetativas en los individuos sanos es algo que empieza a ser un hecho claro y una práctica sistemática en nuestra sociedad. En relación con la salud del propio individuo, es preciso analizar sus efectos a largo plazo, que podrían traer limitaciones no queridas ni toleradas. Además, el efectivo logro de la mejora de nuestras condiciones nerviosas podría traer como consecuencia la falta de un recto y ordenado afán por ser más capaz en sana competencia con los demás. Y esto lleva a una consideración de naturaleza social. Las posibilidades de conseguir estos medios de mejora podrían dividir socialmente a los individuos, entre aquellos que pueden adquirirlos y los que no tienen esa posibilidad, o entre individuos de primera clase (con ventajas cerebrales manifiestas) y otros de segunda categoría (rebajados y reducidos a “esclavos” para los trabajos más degradantes).
La intervención sobre el sistema nervioso central ordenada por un tribunal judicial puede parecer irreal, pero ya se plantea de forma teórica en muchos foros con el intento de aminorar o eliminar la capacidad criminal de convictos, especialmente los culpables de delitos sexuales. El problema al que nos enfrentamos desde el punto de vista ético es que estas intervenciones pueden alterar también nuestra propia personalidad y convertirnos en “títeres biológicos”, incapaces ciertamente de cometer delitos, pero a un precio demasiado alto. El debate es muy vivo, puesto que la tecnología neuroquirúrgica de estimulación profunda de zonas cerebrales se está desarrollando muy rápidamente en los últimos años, impulsada sobre todo por los resultados obtenidos en enfermedades neurodegenerativas (como en la enfermedad de Parkinson) o en enfermedades mentales (como la depresión o los trastornos obsesivo-compulsivos).
La llamada “lectura cerebral”, que se concentra especialmente en la aplicación de la tecnología neurobiológica a la detección de mentiras, es algo que en las relaciones entre la ciencia y la sociedad está siendo objeto de creciente atención para establecer patrones de seguridad en una comunidad como la nuestra que debe protegerse de las desestabilizaciones de la guerra, del terrorismo o del crimen. Los problemas éticos derivados de este procedimiento atañen a la privacidad y a la utilización de esa información, por parte de las autoridades políticas, judiciales, policiales o militares, de modo que conduzcan a los individuos a situaciones inhumanas.
El segundo trabajo, de 2005, resume los enfoques actuales de la Neuroética y se complementa con otro aparecido en 2007 [22]. En estas nuevas publicaciones, la autora advierte que hasta ahora se ha prestado muy poca atención a la importancia de las implicaciones éticas de la Neurociencia, en contraste con la otorgada a la Bioética en disciplinas como la genética molecular. Este interés por los aspectos éticos de las disciplinas neurobiológicas se ha multiplicado, según Farah, por el gran desarrollo de la Neurociencia cognitiva. Y considerando las cuestiones éticas por debatir en este contexto, esta investigadora distingue dos clases: las que denomina prácticas y las filosóficas. Entre las primeras tenemos especialmente las derivadas de la “neurotecnología” y sus aplicaciones en la salud y en la enfermedad. A las segundas pertenecen las preguntas sobre la forma en que pensamos sobre nosotros mismos como personas, como seres morales y espirituales. Y a ambas hay que añadir, por supuesto, las implicaciones sociales de todo ello.
Thomas Fuchs
La aproximación de Thomas Fuchs a la Neuroética puede considerarse una de las principales emprendidas en esta disciplina por dos motivos. En primer lugar, porque plantea las cuestiones de la Neuroética de una manera radical, intentando alcanzar el fondo ético de los problemas que se plantean en la investigación y la aplicación de la neurobiología. En segundo término, porque enfoca las discusiones desde una perspectiva interdisciplinar, relacionándolas especialmente con la Filosofía, lo cual favorece que el discurso resulte mucho más rico y eficaz, y que sus conclusiones alcancen a un público científico más amplio.
Formado filosóficamente en la escuela de Robert Spaemann en Munich y especializado médicamente en Psiquiatría y Psicopatología, Fuchs ejerce su profesión de psiquiatra en uno de los centros más prestigiosos de Europa en ese campo: la Universidad de Heidelberg en Alemania.
El trabajo en que aquí nos fijamos [23] trata de cómo las cuestiones éticamente críticas del desarrollo de la Neurociencia han impulsado el nacimiento de la Neuroética. Ejemplos de estos problemas son: la predicción de la enfermedad; el aumento psicofarmacológico de la atención, la memoria o el estado de ánimo; la neurotecnología aplicada en la psicocirugía; la estimulación cerebral profunda y los implantes cerebrales. Todas estas alteraciones son capaces de afectar a un ser humano en el sentido de su privacidad, su autonomía y, en definitiva, su identidad personal. Además, la interpretaciones frecuentemente reduccionistas de los resultados obtenidos por la Neurociencia podrían representar un reto con respecto a nociones tan trascendentales para nuestra existencia como la libertad, la responsabilidad personal o la individualidad de nuestro yo; conceptos todos estos que se revelan esenciales para nuestra cultura y nuestras relaciones interpersonales y sociales. Sin olvidar, además, que esos resultados neurobiológicos podrían cambiar gradualmente conceptos médico-psiquiátricos de esencial importancia, como el de enfermedad mental y el de salud mental en general. Por lo tanto, es de vital importancia enfocar el estudio de la Neuroética de una manera profunda y global, es decir, en un contexto interdisciplinar, para abordar estas cuestiones adecuadamente. De manera que la Filosofía, el saber humano más amplio y último, deberá jugar un papel decisivo en estos análisis a la hora de evaluar críticamente los resultados de la Neurociencia que se enfrentan a la más nuclear e íntima de las preguntas: ¿qué es el hombre?
La contribución de Fuchs se articula en dos grandes apartados. El primero trata de los problemas éticos de los diagnósticos e intervenciones basados en la Neurociencia; y el segundo, de los problemas éticos concernientes a la concepción que tenemos de nosotros mismos como seres humanos.
Problemas éticos de los diagnósticos e intervenciones basados en la Neurociencia
En este apartado se abordan los problemas neuroéticos que resultan de la aplicación de la neuroimagen, de la mejora cerebral por métodos farmacológicos y de las nuevas intervenciones técnicas sobre el cerebro. Lo que aquí resulta más interesante es la crítica del Profesor Fuchs a las técnicas de neuroimagen. Ciertamente, el gran desarrollo de la neuroimagen ha creado en muchos neurocientíficos, y de alguna manera en el público en general, la idea de que somos lo que es nuestro cerebro, que se activa y desactiva según las tareas cognitivas, emocionales o motivacionales de manera bastante selectiva. Fuchs discute esta idea con agudeza y determinación, observando que la asociación de la experiencia subjetiva a las imágenes que estas técnicas proporcionan exige tener en cuenta algunos presupuestos. En primer lugar, hay que aceptar que los estudios de neuroimagen sólo ilustran un aspecto parcial de los procesos biológicos que están sucediendo. Vemos de modo estadístico, por ejemplo, qué zonas cerebrales reciben más flujo sanguíneo cuando se da cierto fenómeno, pero no sabemos si ese aumento es la causa directa del fenómeno explorado o por el contrario su efecto. En segundo lugar, la interpretación adecuada de los resultados depende mucho del diseño experimental que se adopte y de cuál sea el esquema seguido en la exploración; muchas veces esto no se explica con detalle, de modo que las conclusiones que sacan los no expertos son demasiado simplistas. Y, por último, no hay que olvidar que, en general, las actividades de la vida diaria son complejas y no son fáciles de explorar sin someterlas a simplificaciones que pueden desnaturalizarlas; de hecho, los paradigmas exploratorios habituales en este tipo de experimentos carecen del componente “global” que se da, por ejemplo, en las interacciones sociales. Por todo esto, Fuchs advierte que las técnicas de neuroimagen son excelentes para explorar el sistema nervioso humano, pero sería muy aventurado depender exclusivamente de sus resultados para sacar conclusiones unitarias acerca del actuar del hombre.
Problemas éticos concernientes a la concepción que tenemos de nosotros mismos como seres humanos
Aquí se abordan las dificultades surgidas cuando se reducen los estados mentales a estados cerebrales. En opinión de Fuchs, las ideas reduccionistas sobre el problema mente-cuerpo y sobre el yo de la persona plantean cuestiones éticas muy serias: (a) ¿pueden hacerse coincidir la atribución de una responsabilidad personal del sujeto con una serie de procesos neurobiológicos correlacionados?; (b) ¿deberíamos tratar las enfermedades mentales sencillamente como enfermedades cerebrales?; y (c) ¿podemos seguir manteniendo para la persona las nociones de unidad y de autonomía que los resultados de la Neurociencia pretender definirnos sólo biológicamente?, es decir, ¿es el yo una mera ilusión de complejos procesos cerebrales? Como puede verse, las cuestiones que se suscitan son nucleares para la Neuroética. De este modo, Fuchs va al fondo filosófico del problema y concluye que es necesaria una actitud interdisciplinar fundamental que lleve a encarar los problemas éticos en el contexto de una consideración humana integral. En definitiva, insiste, las técnicas para monitorizar y manipular las funciones cerebrales se están desarrollando muy rápidamente y es necesaria la prudencia y contención en su aplicación. En este momento no sabemos todavía con claridad y precisión cómo los distintos sistemas biológicos cerebrales interaccionan entre sí, ni cómo las alteraciones en estos sistemas pueden predecir una determinada conducta o actitud psicopatológica. Ni tampoco conocemos cómo la intervención sobre esos sistemas cerebrales puede afectar a las creencias, deseos, intenciones y emociones que constituyen la mente humana. Además, se puede predecir que la ya clásica tensión entre las visiones tradicionales, intuitivas o religiosas de las personas y la visión biologicista de gran parte de la Neurociencia actual, que interpreta a la persona sólo como su cerebro, puede generar conflictos que tengan consecuencias importantes desde el punto de vista social y cultural.
Fuchs concluye afirmando que los neurocientíficos deberán explicar en el futuro, cada vez más, el significado de su trabajo no sólo desde el punto de vista científico, sino también en términos morales o éticos. Además, los psiquiatras podrían jugar un papel central también para identificar cuestiones éticas suscitadas por la investigación neurocientífica, pues siempre han sido un puente entre visiones biologicistas y su aplicación al ámbito personal. Por eso Fuchs insiste en que es muy importante no perder de vista que debemos desarrollar y estimular una visión integral, no reduccionista, de las relaciones entre la mente y el cerebro, sabiendo que los médicos no tratan cerebros, sino personas (“The Challenge of Neuroscience: Psychiatry and Phenomenology Today” [24] ; y “Neurobiology and Psychotherapy: An Emerging Dialogue” [25].
Walter Glannon
Walter Glannon es Profesor de la Universidad de Calgary (Canadá), ocupando la Canada Research Chair in Biomedical Ethics and Ethical Theory en el Departamento de Filosofía de esa Universidad. El primer trabajo que comentamos aquí (“Neuroethics”) es un estudio amplio y documentado sobre la Neuroética [26] . Allí centra su estudio, sobre todo, en las perspectivas clínicas de la Neurociencia. Así, señala que el avance de la Neurociencia en los campos de la neuroimagen, la psicocirugía, la estimulación cerebral profunda o la psicofarmacología ha transmitido a la sociedad la firme esperanza de una eficacia mayor en la predicción, diagnóstico y tratamiento de las alteraciones neurológicas y psiquiátricas. Además, añade este autor, algunas formas de utilización de la psicofarmacología podrán incluso lograr un aumento de las facultades cognitivas y emocionales en personas normales. Sin embargo, cada vez se cobra más conciencia de que estamos ante el órgano del cuerpo humano más complejo y menos conocido desde el punto de la ciencia experimental morfofisiológica y fisopatológica.
Este trabajo de Glannon explora sistemáticamente todas estas técnicas, sosteniendo que mapear los correlatos neurales de la mente a través de los escáners cerebrales, o transformando estos correlatos por medio de la cirugía, la estimulación o la farmacología puede afectar a las personas de forma positiva o negativa. Por ello es tan importante sopesar de manera muy cuidadosa y profunda todos los beneficios y los daños potenciales causados por el empleo de la neurotecnología. De ahí también la necesidad de introducir, para el progreso de la Neurociencia clínica, un estudio en profundidad de las cuestiones éticas en la aplicación de las investigaciones neurobiológicas a la clínica de las enfermedades del sistema nervioso.
Sin embargo, puesto que el cerebro es, con mucho, el órgano más complicado y menos entendido del cuerpo humano, todavía no somos capaces de explicar cómo interaccionan entre sí los diferentes sistemas neurales y qué anormalidades morfofuncionales pueden predecir alteraciones psicopatológicas. Tampoco se ha logrado tener una idea clara de cómo la modificación o alteración de dichos sistemas cerebrales puede afectar a las creencias, deseos, intenciones o emociones que constituyen rasgos tan distintivos de lo que llamamos la mente humana. Pero es seguro que todas estas intervenciones provocarán variaciones en sentido positivo o negativo; por eso es importante introducir criterios éticos en todos los avances de la Neurociencia clínica.
En 2007, Glannon publica como editor un libro [27] recogiendo los escritos que, según su criterio, han sido los principales trabajos publicados sobre la Neuroética (de los que ha hemos comentado algunos). Resulta ilustrativo enumerar los apartados en los que el autor ha dividido toda esta serie de trabajos: (I) cuestiones fundamentales; (II) obligación profesional y divulgación pública; (III) neuroimagen; (IV) libre albedrío, razonamiento moral y responsabilidad; (V) psicofarmacología; y (VI) lesiones cerebrales y muerte cerebral. Finaliza este texto con un epílogo del investigador inglés Steven Rose sobre la importancia de la Ética en un mundo “neurocéntrico” [28].
El último libro de Glannon [29] es una nueva edición del mismo ya publicado en 2006. En él continua con su propósito de explicar y divulgar la importancia de la evaluación ética de las intervenciones cerebrales. Un punto destacable es que Glannon es de los pocos autores que introducen abiertamente la muerte cerebral entre los temas de la Neuroética. En general, este autor tiene una visión de la mente como un conjunto de rasgos que emergen de las funciones del cerebro y del cuerpo. Sin embargo, no parece un “emergentista” puro en el sentido en que se habla en los estudios de mente y cerebro, pues admite y presenta una cierta aproximación a concepciones más abiertas que un puro emergentismo cerebral. El punto de mayor interés que observa Glannon es que nuestro funcionamiento cerebral y mental está asimismo muy anclado en las relaciones del sistema nervioso con otros sistemas orgánicos, como el endocrino o el inmunológico. Esta tesis resulta muy reveladora en cuanto al intento de buscar respuestas unitarias de todo nuestro cuerpo ante estímulos de variado tipo. Paralelamente, considera que también el concepto de yo está basado en las funciones psicológicas que tienen su base en otras tantas funciones neurobiológicas y orgánicas en relación con el sistema nervioso.
Jonathan Moreno
En la actualidad, el Profesor Moreno enseña Ética médica e Historia y Sociología de la ciencia en la Universidad de Pennsylvania, donde además forma parte del Center for Bioethics y del Center for American Progress de la misma Universidad. Además, recientemente ha tenido ocasión de influir también en la vida política de los Estados Unidos al ser nombrado asesor del Presidente Barack Obama sobre temas de Neuroética, así como por sus intervenciones en los medios de comunicación.
Este investigador publicó un artículo (“Neuroethics: An Agenda for Neuroscience and Society” [30] en el que establece una analogía histórica entre las últimas décadas del siglo XX, donde se produce una explosión de la Genética moderna y de la reflexión sobre sus consecuencias éticas, y las primeras décadas del siglo XXI, que supondrán —según él— la era del cerebro, donde lógicamente el diálogo ético se traspasará a esta disciplina con inusitada fuerza. Lo interesante de esta analogía es que así como la reflexión ética en la Genética era algo en cierto modo nuevo para la comunidad científica y la sociedad en general, la discusión filosófica sobre la función mental y la conducta es algo que viene de muy lejos, y este hecho configura y complica por sí mismo la naturaleza de la Neuróetica. En buena medida, en efecto, la consideración ética de la investigación del sistema nervioso va a estar condicionada por el modo según el cual entendamos las relaciones mente-cerebro. Es claro que si adoptamos un modelo reduccionista para explicar toda nuestra acción mental y conductual como un reflejo directo de la acción biológica de nuestras neuronas, la libertad y la responsabilidad tendremos que enfocarlas de una manera diferente a si consideramos la biología cerebral abierta a planteamientos más amplios, en los que quepa la inmaterialidad o la moralidad en la acción humana. La reflexión ética estará condicionada, en definitiva, por la manera según la cual entendamos al ser humano.
Jonathan Moreno inicia su artículo hablando extensamente sobre el problema de la libertad, o el libre albedrío, y sobre el reduccionismo en la relación mente-cuerpo. En este punto, nuestro autor sigue de cerca las reflexiones de la filósofa de la mente Patricia Churchland expuestas en su conocido texto sobre las relaciones entre Neurociencia y Filosofía [31]. Moreno reconoce que desde la postura reduccionista se vuelve muy difícil explicar la libertad tal como la entendemos de ordinario. Sin embargo, adopta decididamente —con Churchland— esa postura reductiva de tratar de explicar la libertad por la biología, procurando no adentrarse en paradojas vitales. Pero a medida que avanza el mencionado trabajo y va penetrando en las repercusiones éticas de la Neurociencia, las dificultades se van haciendo cada vez más manifiestas en la búsqueda de un consenso entre estas dos posturas antagónicas (la reduccionista y la del sentir común). Y Moreno adopta entonces una actitud claramente constructivista, es decir, intentando encontrar la verdad mínima común a las dos visiones. Y es que, como ya anunciaba al principio, adentrarse en la Neuroética es en realidad preguntarse inevitablemente por el hombre, por su actuar, por aquello que hace que seamos distintos unos de otros, por lo bueno y lo malo. En realidad, en lo anterior se cifra el núcleo del trabajo, pero interesa destacar los temas neuroéticos abordados en el escrito de Moreno. Se trata de: las relaciones legales de la investigación cerebral, la identidad personal, el consentimiento, la manipulación (lo que se considera natural y lo que no) y las implicaciones de la Neurociencia para el desarrollo de la guerra, concluyendo con una reflexión acerca de la novedad de la Neuroética.
Precisamente en relación a la guerra, una de las aplicaciones neurocientíficas que está cobrando una mayor importancia directa y práctica es la que se refiere a su utilización en la denominada guerra convencional o en la lucha contra el terrorismo. Y sobre ello Moreno ha publicado un libro (Mind Wars. Brain Research and National Defense [32], donde expone sus reflexiones bioéticas así como de su especialización en estos temas. Ha dictado, además, varias conferencias sobre este aspecto de la Neuroética, lo cual le ha convertido en una autoridad en la aplicación actual de la Neurociencia a la vida militar. Concretamente, Moreno intenta allí dar una visión de la relación que existe entre la ciencia más sofisticada y moderna, las agencias americanas destinadas a la defensa de la nación y el espacio geopolítico donde se desarrolla la lucha por la defensa más allá de las bombas y los propios hombres que luchan.
Como es previsible, las cuestiones que pueden derivarse de la relación entre la Neurociencia y la defensa nacional (o entre las medidas de seguridad y la salvaguarda de los derechos cívicos) tienen sin duda una dimensión legal o jurídica, pues afectan a derechos y libertades de los ciudadanos. Por eso tiene sentido reflexionar acerca de las conexiones entre la Neurociencia y el Derecho, a lo cual se ha dedicado especialmente Stephen Morse (“New Neuroscience, Old Problems…” [33] ; puede verse también el estudio “Neuroética. Derecho…” [34] .
Neil Levy
Neil Levy es un filósofo investigador senior en el Centre for Applied Philosophy and Public Ethics de la Universidad de Melbourne, y colabora también como investigador en el Program on Ethics of the New Biosciences y en The Wellcome Centre for Neuroethics, ambos de la Universidad de Oxford; es, además, el editor principal de la revista Neuroethics.
Levy plantea la posibilidad de la Neuroética desde una visión del cerebro que no deja espacio para las operaciones inmateriales de la mente. Sin embargo, resulta apresurado calificarlo como simplemente materialista o reduccionista con respecto a las relaciones mente-cerebro. Pues no resulta fácil encasillar al grupo de filósofos anglosajones que, como Levy, provienen de la tradición de la Filosofía analítica. Existe en ellos una especie de combinación entre un peculiar emergentismo, un constructivismo y una cierta reducción monista. En su libro de 2007 [35] afirma que una aproximación filosófica a la Ética debe ceñirse rigurosamente a lo que se conoce a través de la Neurociencia experimental, y también que los seres humanos somos a la postre, al igual que todos los organismos complejos, nada más que una comunidad de mecanismos. Ahora bien, si se plantea la cuestión del reduccionismo a la luz de estas dos tesis y se intenta sostener una Ética (aunque sea utilitarista como la de Levy), se tiene que aceptar la posibilidad de algo que escapa a la materialidad. Y esto —a nuestro juicio— porque es imposible negar por completo la inmaterialidad de algunas actividades del hombre (como la de formular teorías), por más que éstas no se manifiesten sin el sustrato material cerebral, y porque, además, hoy por hoy la ciencia no logra explicar esas actividades biológicamente por completo. La inevitable consecuencia del planteamiento de Levy (y de otros materialistas) no puede ser otra que un cúmulo de contradicciones; unas contradicciones que no se aceptan porque no se ven, o que se rechazan incluso percibiéndolas.
Tanto en el mencionado libro como en varias contribuciones de la revista Neuroethics, Levy insiste en la idea —común a otros autores— de que la Neuroética comprende dos categorías de problemas. La primera comprende, en general, los relativos a la tecnología de la Neurociencia, y se inscriben en el campo de la Bioética. La segunda abarca los que surgen cuando los conocimientos que nos proporcionan las investigaciones neurobiológicas nos hacen ver nuestras funciones vitales más íntimas, y nuestro ser mismo, de una manera diferente a como veníamos comprendiéndolas hasta ahora. En realidad, en estos textos se defiende la llamada tesis paritaria: los problemas que se plantean con el desarrollo de la Neurociencia no son en absoluto nuevos, ni por su enunciado ni por las soluciones éticas que se han intentado dar. Estamos en el fondo ante problemas que ya estaban planteados, de alguna manera, en el pasado. Por eso, reconoce Levy, es importante volver a la Filosofía, de manera que de nuevo plantea la importancia de la interdisciplinaridad en la Neuroética.
Como es lógico, el punto crucial de toda esta visión de la Neuroética —como de cualquiera— radica en la manera según la cual entendamos la mente. Y para hacerse cargo del estrecho modo biologicista según el cual Levy concibe la mente, quizá lo mejor sea citar directamente un párrafo de su libro:
«La mente puede que no sea una cosa; que no pueda ser entendida como una cosa física localizada en el espacio. Pero es enteramente dependiente, no sólo para su existencia sino también para los detalles de su funcionamiento, de simples cosas: neuronas y conexiones entre ellas. Quizá sea posible reconciliar estos hechos con la visión de que la mente es una sustancia espiritual, pero parecería una acción desesperada siquiera el intentarlo» [36].
Por último, otro de los conceptos clave de Levy, en su libro sobre la Neuroética, es el que denomina “mente extendida”. Con esta noción tiende a ver la mente como dilatada sobre nuestro cuerpo y mediada las realidades que nos rodean. Según él, también esto debe tenerse en cuenta en nuestra investigación ética. Lo explica así en el último párrafo de su libro:
«Este libro tiene como objetivo ilustrar el significado moral de la mente extendida explorando la ética de las ciencias de la mente. Si estoy en lo cierto, asiendo su verdad nos permitirá llegar a un mejor y más matizado conocimiento de cómo nuestras mentes están ya tecnológicamente mediadas e incrustadas, y, por tanto, evitará que demos respuestas poco ponderadas a dichas tecnologías, las cuales no deben ser ni alabadas de forma poco crítica ni rechazadas de forma histérica, sino más bien evaluadas una por una» [37].
Balance
Todo lo anteriormente expuesto invita y urge a una reflexión profunda. Y ésta arranca necesariamente de la Neurociencia. Esta ciencia, cuyo progreso se ha acelerando exponencialmente en las últimas décadas gracias al desarrollo tecnológico, ha nacido y crecido con un carácter y vocación interdisciplinar. Además, se trata de un campo científico que inevitablemente está generando repercusiones éticas, morales y antropológicas de un alcance hasta ahora desconocido.
Por otra parte, aunque las perspectivas de desarrollo potencial de las investigaciones neurocientíficas son ciertamente prometedoras desde el punto de vista de las técnicas de neuroimagen, es generalmente admitido que hay algunas incógnitas que no parecen susceptibles de solución con la tecnología experimental: sobre todo, la explicación del funcionamiento global del cerebro. A ello se une que la Neurociencia se ha encontrado de repente planteándose cuestiones filosóficas (antropológicas, psicológicas y éticas) a las que no puede responder con los meros instrumentos técnicos y desde la concepción de sí misma como ciencia exclusivamente experimental.
Estos últimos hechos han provocado que un cierto número de científicos muy significativos se hayan planteado abrir un nuevo campo de investigación muy ligado al desarrollo neurocientífico: la Neuroética. Esta nueva disciplina se viene concibiendo según dos categorías o planos. El primero se refiere a los criterios éticos de experimentación y de aplicación clínica de la Neurociencia. En este sentido, la Neuroética se configura como una rama especializada de la Bioética. El segundo plano se mueve en un nivel más profundo, considerando los problemas filosóficos que la Neurociencia cuestiona. De entre esos problemas destacan el análisis de la libertad, de la responsabilidad jurídica y moral, de la intimidad constitutiva de la identidad de la persona, de la autenticidad de las emociones como personales y propias, etc.
Arriba se han recogido los eventos y trabajos acaso más sobresalientes acerca de la Neuroética, desde la decisiva reunión celebrada en San Francisco el año 2002 hasta artículos y monografías recientes. En todos estos estudios se muestra la doble preocupación que define la Neuroética: el establecimiento de criterios éticos y la necesidad de abrir la reflexión a problemas filosóficos que resultan decisivos para el individuo e incluso para toda la sociedad, y, dentro de ésta, en diferentes vertientes, como son la jurídica, la política, la informativa, la sanitaria, la militar, etc. Por otra parte, respecto a esas consideraciones filosóficas se observan posturas diversas en los distintos investigadores: desde la actitud de quienes pretender reducir toda la argumentación a un nivel científico experimental (como por ejemplo P. Churchland o algunos planteamientos de N. Levy), y la de aquellos que admiten un discurso y un ámbito de repuestas más amplio que el puro materialista o biologicista (como es el caso de T. Fuchs). El resultado lógico al que se llega es la necesidad de que la Neuroética acoja diversas ciencias, también las humanistas, en un fructífero diálogo interdisciplinar.
La interdisciplinariedad se revela, así, como una exigencia intrínseca de la actividad científica; se trata de algo que radica en la esencia del conocimiento, de la búsqueda de la verdad y del contacto con ésta. Si esto no se tiene en cuenta, la inevitable consecuencia es un reduccionismo que privilegia una determinada forma de entender la ciencia y la experiencia —que habitualmente será la forma científica empírica— y que desecha las otras formas de experiencia (la artística, la moral, la religiosa, la emocional, etc.) como ilusorias. Pero como estas últimas, al ser evidentes, no desaparecen tan fácilmente y se resisten a ser encajadas en los moldes del método matemático y mecánico de la ciencia moderna, lo que termina sucediendo es que aparecen profundas contradicciones, muchas de las cuales se perciben hoy con gran claridad. Contradicciones o paradojas que surgen entre vivencias muy heterogéneas que reclaman una verdad unitaria que englobe y comprenda las diferentes esferas vitales y las diversas ciencias particulares.
En este contexto, puede advertirse la oportunidad que se abre con el interés y ejercicio de la Neuroética para iniciar un diálogo interdisciplinar profundo. En la Neuroética se ven claramente los límites conceptuales (aunque no los técnicos) de la Neurociencia, y al mismo tiempo se plantean desde esta ciencia biológica las cuestiones más profundas sobre el ser y obrar humanos. En definitiva, la Neuroética ofrece una excelente oportunidad para que científicos y filósofos dialoguen, y constituye a la vez una exigente llamada a la responsabilidad —dirigida especialmente a la comunidad académico-científica— a la vista de las repercusiones crecientes que la ciencia experimental (y en particular la Neurociencia) está teniendo en los individuos y en la entera sociedad, atomizando y disgregando nuestro saber y nuestro actuar.
Notas
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