Principio de autonomía

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El principio de Autonomía comienza a emplearse a partir del Informe Belmont (1979) y queda formulado de modo definitivo en el libro de T. L. Beauchamp y J. F. Childress, Principles of Biomedical Ethics (1979) (1).

A partir de esta publicación, comienza a difundirse como el más importante de los contenidos del Principialismo, y muchas veces como oposición al Paternalismo con el que en ocasiones actuaba el personal sanitario.  El Informe Belmont no utiliza, el término “principio de Autonomía”, sino que habla del “respeto a las personas”. Tal respeto, según este Informe, “incorpora cuando menos dos convicciones éticas, la  primera, que los individuos deberán ser tratados como agentes autónomos y la segunda, que las personas con autonomía disminuida tienen derecho a ser protegidas”. 

Una persona autónoma es, en esta línea, un individuo capaz de deliberar acerca de sus metas y de actuar bajo la guía de tal deliberación. Respetar es dar peso a las opiniones y elecciones de las personas autónomas y abstenerse de obstruir sus acciones a menos que sean claramente perjudiciales para otras. Sin embargo, no todo ser humano es capaz de su autodeterminación. Algunos individuos la pierden total o parcialmente debido a una enfermedad, a perturbación mental o a circunstancias severamente restrictivas de la libertad. El respeto por el inmaduro y el incapacitado pueden requerir protegerlos a medida que maduran o mientras permanecen incapacitados.

Resulta interesante comprobar que en la primera edición de Principios de Ética Biomédica, se utiliza la expresión “principio de Autonomía”, que, en ediciones posteriores, se sustituye por “principio de Respeto a la autonomía”, queriendo indicar que no se trata sólo de proponer una cierta actitud ante las elecciones autónomas de los demás, sino de dar una indicación precisa sobre la necesidad de abstenerse de interferir en ellas. Se explica en estos términos: “El principio de respeto a la autonomía se puede formular negativamente: las acciones autónomas no deben ser controladas ni limitadas por otros. Este principio plantea una obligación amplia y abstracta que no permite cláusulas de excepción. Podemos ahora considerar las exigencias afirmativas del principio, concretamente la obligación positiva de ser respetuoso ofreciendo información y favoreciendo la toma de decisiones autónomas”. Son decisiones autónomas aquellas que se realizan con una intención, con conocimiento, y con ausencia de influencias externas que pretendan controlar y determinar el acto.

El principio de Autonomía se ha conformado en cuatro aspectos que deben estar presentes en la práctica sanitaria:

  1) ha de reconocerse  que el paciente tiene derecho a participar en la toma de decisiones; 
  2) para que pueda tomar sus decisiones, este debe ser debidamente informado de la finalidad del tratamiento, de sus beneficios, riesgos y alternativas; 
  3) el paciente tiene derecho a negarse a cualquier tratamiento; 
  4) en el caso de que el enfermo no sea competente, debe asumir la decisión un representante legal.

La difusión de este principio ha supuesto la extensión de la práctica del consentimiento informado, que se lleva a cabo normalmente con la elaboración de textos que explican al paciente las alternativas terapéuticas –acompañadas de aclaraciones por parte del personal sanitario-, y el posterior registro de la aquiescencia o negativa del paciente a someterse a una terapia. Aunque en ocasiones se puede olvidar, también debe tenerse en cuenta la autonomía del personal sanitario para llevar a cabo u objetar una petición del paciente.

El respeto a la autonomía del paciente se ha convertido en un paradigma en el ámbito sanitario, pero la realidad es que su aplicación plantea bastantes dificultades y lleva a decisiones contradictorias respecto a idénticos problemas.

El origen de esta situación puede encontrarse en que la autonomía está presente, en la cultura actual, en cualquier acción que se lleva a cabo –educativa, política, bioética, legislativa, etc. –, lo cual implica que se le atribuyan significados muy distintos en unos casos u otros, e incluso que estos puedan ser equívocos.

El común denominador de todos ellos es la afirmación de que debe salvaguardarse la libertad de las personas, lo cual encierra un importante valor ético, pues se trata de una exigencia del respeto a la dignidad humana. Ahora bien, habría que preguntarse si, en el momento de la toma de decisiones por parte del paciente, basta esta condición –la de autonomía respecto a los demás tal como la entiende el Principialismo- para que se pueda decir que esa persona ha decidido con verdadera autonomía. Con frecuencia asi se entiende, de modo que el valor ético llamado “autonomía de la persona” se limita a verificar una condición –abstención de coacción exterior– en un procedimiento de toma de decisiones.

Por el contrario, es muy importante destacar que Kant –en cuyas tesis éticas se suelen apoyar los “principialistas”–, no entendía de esta forma débil la autonomía. Para el filósofo ( Kant), lo decisivo es que la respuesta ética sea el deber por el deber, porque sólo así el hombre obraría de forma autónoma, independientemente de que pueda existir o no una autoridad exterior legal y legítima que pudiera coaccionarle . Además, para poder obrar éticamente bien, es necesario que la elección pueda ser “universalizable”, y no que se tome de una forma solipsista.

Un serio problema bioético es que con la concepción principialista de la autonomía -alejada de la autonomía ética kantiana-, surge el problema de decidir la capacidad o incapacidad del paciente. Los grados de capacidad se convierten en grados de autonomía, y con ello la autonomía de una persona queda decidida por los criterios externos que otras personas deciden utilizar para medir técnicamente su capacidad.

Si además se identifica autonomía con dignidad, o ambos conceptos se usan indistintamente, se produce una equiparación entre capacidad y dignidad que conduce a que se hable de grados de dignidad, como se habla de grados de capacidad. Esta planteamiento que conduce a la gradación de la dignidad de las personas –que será definida de forma exterior a la propia persona–, puede llevar a la afirmación de que algunos seres humanos dejan de tener dignidad porque han perdido la autonomía ya que han dejado de ser capaces de tomar decisiones por sí mismos. Sería el caso de personas con deterioro cerebral, con deterioro síquico, o que no han desarrollado todavía su capacidad cognitiva.

Tal planteamiento conduce a que se establezca como paradigma un ser humano que decide en su interior sin ningún norte de orientación en su elección. Esto lleva a una imagen del hombre omnipotente, que es falsa porque choca con la realidad, y, en cambio, dificulta notablemente el poder afrontar los problemas límites, porque sólo se atiende al deseo sentido: tratamiento del ser humano en el comienzo de la vida, aborto, eutanasia, distribución de recursos sanitarios.

En la actualidad, como fruto de nuevas investigaciones antropológicas, que el concepto de autonomía está matizándose en relación con otross conceptos como verdad y bien, responsabilidad personal frente al otro, y la esencialidad de la relación con el otro para el desarrollo de la propia autonomía.